Giovanni Papini 1881 - 1956 |
El espejo que huye
Una imposible mañana de invierno, en una estación bien
conocida, un hombre al que no conozco ―con abrigo y dos violetas en el ojal―
quería demostrarme que los hombres son felices, que la vida es grande y que el
mundo es bello. Yo lo escuchaba con interés, sacudiendo a cada momento la ceniza
de mi cigarrillo, que se consumía al viento sin que nunca me lo llevara a la
boca. Lo escuchaba y sonreía, y el Hombre que no conozco se acaloraba cada vez
más y ya del humour pasaba al sentimiento, al entusiasmo, al delirio. La fuga de
sus rápidas palabras, escurridizas, duras, como acabadas de fundir, como
acuñadas de nuevo en algún sitio, hacía poco tiempo, me llenaba de una
embriaguez muy parecida a la que da el champagne. Algo picante y saltarín; una
necesidad de abrazar y de llorar, de bailar, de reír a pequeños
impulsos.
A un cierto momento, su voz dijo: ―Piense, caballero,
piense en la grandeza del progreso que se realiza bajo nuestros ojos, en el
progreso que lleva a los hombres del pasado al futuro, de aquello que se
recuerda a aquello que se espera. Los salvajes no prevén el futuro, no piensan
en lo por venir; no prevén y no previenen. Pero nosotros: nosotros, hombres
civilizados; nosotros, hombres nuevos, vivimos para el futuro y gracias al
futuro. Toda nuestra vida está dirigida hacia lo que tiene que venir, está
construida en vista a lo que sucederá. Nuestros hombres consagran el hoy al
mañana, siempre, cada día que pasa al mañana que pasará, respetuosamente y
valerosamente. Este enorme progreso del espíritu profético es lo que hace
desvanecerse los peligros, que nos da fuerzas, que hace descubrir nuevas
posibilidades, que nos convierte en dueños de la tierra, del mar y del cielo, y
de una cosa que vale más que todo eso, caballero: ¡nosotros
mismos!.
Pero en aquel momento un tren expreso llegó a la
estación. Su solemne ruido en los cruces de las vías, su breve silbido, decidido
e irritado, interrumpiendo el discurso del Hombre que no conozco. Cuando el tren
estuvo tranquilo y sólo se oyeron los sordos bufidos de la máquina y los
viajeros huyeron, el Hombre quiso seguir hablando, pero yo se lo
impedí:
―Señor Hombre ―le dije―, este tren que ha llegado
ahora, ¿no le ha dicho nada que convenga a nuestro asunto? ¿No ha entendido su
respuesta? ¿Quiere que se la repita yo, humilde traductor, ya que sé traducir la
lengua de los trenes y de muchas otras cosas? Hasta hace pocos minutos este tren
corría a una velocidad media de ochenta kilómetros por hora, pequeño mundo
repleto e iluminado, a través de la campiña solitaria y neblinosa. Y he aquí
que, de repente, se ha detenido, los habitantes de esta pequeña ciudad en fuga
han desaparecido y el maquinista se seca la frente con aire poco satisfecho. Las
ruedas están quietas perezosamente en las vías y los vagones, vacíos y oscuros,
añoran el parloteo de los viajeros y las maletas de variados colores. Así
termina una fuga cuando se viaja sobre vías. Pero dejemos el tren y volvamos a
los hombres. En este momento yo pienso en una cosa absurda y se la digo a usted,
señor Hombre, y la digo porque no hay aquí multitudes que puedan oírme. Si
estuvieran aquí todos los que deseo diría:
―Imaginad, hombres, una cosa imposible, una cosa
absurda, loca, increíble y terrible. Imaginad que todo el mundo se detuviera de
repente, en un instante determinado, y que todas las cosas se quedaran en el
punto en que estaban y que todos los hombres se volvieran inmóviles, casi
estatuas, en aquella actitud en que estaban en aquel momento, en el acto que
estaban realizando… Si esto sucediera y, a pesar de eso, continuara en los
hombres el pensamiento, y pudieran recordar y juzgar lo que hicieron y lo que
estaban haciendo, y pudieran considerar todo lo que han realizado desde su
nacimiento y volver a pensar en lo que querían realizar antes de la muerte,
¡imaginaos cuánta desesperación ardería bajo el tétrico silencio de este mundo
detenido de improviso!
―Yo no sé si tenéis el valor de sentir todo lo
terrible que sería esto. Esforzaos durante unos momentos por ver a todos estos
hombres inmovilizados mientras estaban atentos a su trabajo, jadeando detrás de
sus sueños, instigados por sus sucias pasiones, empujados rudamente por sus
deseos. Vedlos aquí, esparcidos por el mundo, como suspendidos por una
catástrofe que los hubiera transformado en fantoches pensantes, en estatuas
desesperadas. Vedlos en las más asquerosas posiciones y en las más ridículas, en
las más fatigosas y en las más estúpidas. He aquí al hombre sorprendido en el
sueño pesado, con la boca entreabierta como un cadáver borracho; he aquí al
hombre en el acto amoroso, tendido como una bestia jadeante sobre la mujer de
ojos cerrados; he aquí al hombre que robaba en las tinieblas, con sus ojos
falsos y la linterna que nunca más se apagará; he aquí al juez vestido de negro
que dispensa el infierno y la sangre desde su alto asiento; he aquí al miserable
que se arrastra por el fango de la ciudad buscando un hueso y un céntimo; he
aquí a la mujer que sonríe lascivamente, con su cara blanca de polvos un poco
reclinada hacia un lado; he aquí al mercader de manos huesudas que gesticula por
tener diez céntimos más; he aquí al campesino afanoso con el aguijón en la mano
dirigido a sus inmóviles bueyes; he aquí al elegante orador detenido en mitad de
una sonrisa y de un cumplido; y el soldado que estaba con la bayoneta calada
ante una puerta cerrada; y el homicida que estaba preparando sus venenos en un
desván; y el obrero soñoliento curvado sobre las enormes máquinas untuosas,
inmóviles y siniestras; y el científico que no puede apartar su ojo cansado del
microscopio en el que han interrumpido su danza los monstruos
invisibles…
―Imaginad ahora, si no os falta corazón, los
pensamientos de todos estos hombres condenados en un mismo instante a la
conciencia de la muerte. ¿Creéis que habrá un solo hombre ―uno solo,
¿comprendéis?― uno solo que esté contento y satisfecho de aquel momento en que
el destino lo ha inmovilizado? ¿Creéis que para uno solo de estos hombres fue
aquél el momento de Fausto, el momento bello que quisiéramos detener, fijar y
conservar por toda la eternidad? ¡No lo creéis, no podéis
creerlo!
―El señor Hombre (usted, aquí presente, ante mí) ha
dicho una gran y tremenda verdad. Los hombres piensan en el futuro, viven para
el porvenir, consagran perpetuamente todos los hoy a los mañanas que tienen que
llegar. Todo hombre sólo vive para aquello que prevé, que espera. Toda su vida
está hecha de manera que cada instante tiene valor para él solamente en cuanto
sabe que ese instante prepara un instante sucesivo; cada hora, otra hora que
llegará; cada día, otro día que seguirá. Toda su vida está hecha de sueños, de
ideales, de proyectos, de esperanzas; todo su presente está hecho de
pensamientos sobre su futuro. Todo lo que es, que está presente, nos parece
oscuro, mezquino, insuficiente, inferior, y nosotros solamente nos consolamos
pensando que todo este presente no es más que un prefacio, un largo y fastidioso
prefacio a la hermosa novela del porvenir. Todos los hombres, lo sepan o no,
viven por esta fe. Si de repente se les dijera que dentro de una hora tienen que
morirse, todo lo que hacen y han hecho no tendría para ellos ningún gusto,
ningún sabor, ningún valor. Sin el espejo del futuro, la realidad actual
parecería torpe, sucia, insignificante. Sin el mañana que hace esperar en los
desquites, en las victorias, en las ascensiones, en los ascensos y en los
aumentos, en las conquistas y en los olvidos, los hombres no querrían vivir. Sin
el lejano perfume del mañana, no querrían comer el negro pan de
hoy.
―Pensad, pues, en estos hombres detenidos de repente,
que ya no pueden actuar, pero que todavía piensan. Pensad en estos hombres
aprisionados en un eterno hoy, sin la liberación de la conciencia. ¿Qué deben de
pensar estos hombres? ¡Qué dolor debe roer sus entrañas y desgarrar sus nervios!
Inmóviles en sus actitudes vergonzosas y delictuosas, tristes e idiotas, sin
posibilidad de esperanza, sin luz de ensueños, sin dulzura de proyectos, con las
alas cortadas, las piernas atadas, las manos encadenadas, como una enorme
multitud de esclavos miguelangelescos ceñidos por los lazos de su vida mezquina,
asquerosa, por los lazos de esa vida que toleran solamente con la esperanza de
vidas más bellas y mayores, estos condenados a la perpetua inacción reconocerán,
con infinita rabia, toda la absurda estupidez de su vida anterior. Pensarán que
sacrificaban todo el presente a un futuro que a su vez se convertiría en
presente y a su vez sería sacrificado a otro futuro y así hasta el último
presente, hasta la muerte. Todo el valor del hoy residía en el mañana, y el
mañana valía solamente por otro mañana, y se llegaba ahí hasta el último hoy, el
hoy definitivo, y así toda la vida transcurría para preparar, de día en día, de
hora en hora, de momento en momento, lo que no llega nunca. Y descubrirán esa
tremenda cosa: que el futuro no existe como futuro, que el futuro sólo es una
creación y una parte del presente, y que soportar la vida inquieta, la vida
triste, la vida dolorosa, por este futuro que de día en día huye y se aleja, es
la estupidez más dolorosa de esa estupidísima
vida.
―Hombres, nosotros perdemos la vida por la muerte,
nosotros consumimos lo real por lo imaginario. Nosotros valoramos los días sólo
porque nos conducen a días que no tendrán otro valor que el de llevarnos a otros
día semejantes a ellos… Hombres, toda vuestra vida es un fraude atroz que
vosotros mismos tramáis en perjuicio vuestro, y sólo los demonios pueden reír
fríamente de vuestra carrera hacia el espejo que
huye.
Otro expreso, chirriando y atronando, entró en la
estación, y, una vez más, los viajeros huyeron y el maquinista se secó la frente
con aire poco satisfecho. El Hombre que no conozco seguía delante de mí ―con su
abrigo, con sus violetas en el ojal― aunque me había olvidado de él por
completo.
―He aquí ―le dije― mis ideas sobre el progreso, sobre
el provenir y sobre la vida. Usted no está de acuerdo conmigo, pero yo estoy de
acuerdo con alguien, por ejemplo con la niebla, que suele intentar cubrir el
mundo y esconder al hombre del hombre, a la miseria del desprecio, a la fealdad
de la melancolía. Y a mí me gustan muchísimo, señor Hombre, los trenes que se
detienen después de sus inútiles fugas y la niebla que cubre aquello que no se
puede destruir. El Hombre que no conozco se había puesto nervioso, y todo su
entusiasmo había desaparecido como un mechón de humo. En lugar de contestarme,
se quitó del ojal una violeta y me la ofreció. Yo la cogí con una inclinación,
me la acerqué a la nariz y su leve olor me
agradó.
de “Palabras y sangre” ediciones ercilla, Santiago de Chile 1936
"Y su leve olor me agradó", que forma tan magistral de rechazar el autoengaño, en el que nos encanta vivir.
No hay comentarios:
Publicar un comentario
Por favor, sean civilizados.