Cuando existía la ciudad de México yo usaba un hermoso casco amarillo. En lo alto de un poste escuchaba conversaciones telefónicas. El cielo era una maraña de cables; la electricidad vibraba, envuelta en plásticos suaves. De vez en cuando una chispa gorda, azul, caía a la calle. Ese momento me justificaba en el poste. Mi cinturón estaba repleto de herramientas pero yo prefería unas pinzas cortas, con dientes de perico. Su mordisco corregía la herida, la luz volvía a correr.
Enfrente
había un cine; sobre la marquesina se alzaba un castillo de cartón. Al fondo, un
edificio encendía sus focos rojos para protegerlo de los aviones. Los motores
hacían ruido pero resultaba imposible verlos en el cielo
espeso.
El
Supervisor Eléctrico exigía una oreja atenta a los cables. Los enemigos
avanzaban hacia nosotros. Yo no sabía quiénes eran pero sabía que avanzaban:
había que oír llamadas, buscar en ellas algo raro. Una tarde de lluvia, atado al
poste, escuché una voz peculiar. La mujer hablaba como si quisiera esconderse;
en tono suave, asustado, pronunció “alpiste”, “fulgor”, “magnolia”, “balcón
roto”. Yo estaba ahí para seguir conversaciones y garantizar que fluyeran sin
sorpresas. Oí esas palabras sueltas, que vibraban como una clave insensata.
Tenía que denunciarlas, pero no hice nada; dejé que alguien, en otra parte,
entendiera lo que a mí se me escapaba.
A los
pocos días supe de las palmeras carbonizadas. Los enemigos incendiaron un barrio
donde aún quedaban plantas. Fijo en mi poste, ignoraba si la ciudad se dilataba
o encogía. A veces las tropas leales hablaban por los cables, entre cornetas y
clarines; luego una bomba, la áspera voz de otra milicia.
En la
esquina de enfrente sucedió algo raro; el casco amarillo no se movió en muchas
horas. Traté de avisar que mi colega había muerto; los dedos me sangraron
marcando números ocupados. Mientras veía el casco inerte, volví a escuchar las
palabras suaves, temerosas: “alcoba”, “canela”, “estatua”. Imaginé, con
minuciosa envidia, que esas palabras significaban un mensaje para otra gente.
Para mí sólo era tristes. Tampoco entonces hablé con el Supervisor
Eléctrico.
Una
madrugada me sacudió una explosión. Abrí la caja de registros; los sensores
fotoeléctricos despedían humo pútrido. Encendí mi linterna; me quedaban pilas
para unas semanas pero algo me hizo saber que no duraría tanto en el
poste.
El
Supervisor decía en sus llamadas: “quien domina los cables domina la ciudad”.
Los enemigos habían cortado la luz, el cine ardía en una nube rojiza, pero los
teléfonos funcionaban. Oí a la mujer decir “fragancia”, “planetas”, “caramelos”,
“piedras lisas”. No pude delatarla. Lentamente, con terror, con precisa
crueldad, entendí cuán maravillosa era la voz del enemigo.
Debo
haber dormido cuando bajaron al colega del poste de enfrente. Luego llegó mi
turno; una mano enguantada me jaló por la espalda. Estaba intoxicado de tanto
respirar aquel aire maligno y no supe cómo salí de la ciudad
incendiada.
Desde
hace semanas, tal vez meses, vivo en un cuarto con paredes metálicas. En una
computadora me mostraron una foto terrible. Se llama Ciudad de los palacios y
registra el cine con su castillo de cartón, el alto edificio al fondo, los
cables que una vez cuidé. “Son 67”, dijo la voz de mi captor. Era cierto. Tuve a
mi cargo 67 cables y los protegí de nuestros imprecisos enemigos. Durante días
indistinguibles de las noches salvé la luz y las llamadas. Sólo una vez dañé un
cable a propósito. Ocurrió unos días antes de bajar del poste.
De la
ciudad sólo quedan fotografías. Si indicara el cable dañado, mis guardianes
podrían entrar al laberinto, seguir el hilo hasta otra fotografía, hasta la casa
donde vivió esa voz distinta. Frente a mí están los 67 cables que formaron mi
vida. Uno de ellos puede llevarlos a la mujer. Sé cuál es. Pero no voy a
decirlo.
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