A ocho días de concluir y concretar en su nivel legislativo las reformas estructurales propuestas por el gobierno y avaladas, total, parcial o alternadamente, por la oposición panista y perredista, los más viejos vicios del priismo reverdecen de cara a la elección intermedia del año entrante.
Aplicar un tinte electoral al presupuesto, canjear canonjías por votos, solapar corruptelas en los sindicatos a cambio de asegurar el sufragio, otorgar contratos a cambio de apoyo, atar el beneficio de un programa social a la afiliación partidista o focalizar la atención gubernamental donde se abandonó a la ciudadanía son parte de las prácticas que comienzan a advertirse o denunciarse y, en esa medida, a revelar la eterna contradicción entre la tradición política y la modernidad económica
que construye paraísos hipotecados o fracasos asegurados. Como un instinto imposible de domesticar, el priismo reivindica la extorsión criminal como legítimo recurso político.
Más allá del acuerdo o el desacuerdo con las reformas estructurales es digna de reconocimiento la capacidad mostrada por el gobierno para concretarlas, al menos en su nivel legislativo. Sin embargo, el retraso sufrido en su reglamentación complica su instrumentación dado el sobrecalentamiento preelectoral que, desde ahora, se percibe y que anticipa una feroz competencia entre los partidos, nuevos y viejos, a fin de posicionarse en la elección intermedia ante la sucesión presidencial.
Ese retraso, acompañado del manifiesto incumplimiento de crear un órgano anticorrupción, empaña y oscurece el porvenir de las
reformas, al tiempo que alimenta la sensación de que se está dando un paso al más allá... Ese lugar donde el reino es dominio de la incertidumbre o, bien, negocio de unos cuantos a costa del sacrificio nacional.
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Reconociendo la intención del grupo tricolor en el poder de impulsar un proyecto transexenal, el peñismo corrige, en cierto modo, errores y abusos del salinismo y el zedillismo sin renunciar a la arbitrariedad de cometer los suyos.
El manifiesto desinterés por diseñar, instrumentar y asegurar órganos y mecanismos anticorrupción no es un simple descuido. Revela que esa práctica, causa del aborto o la deformación de grandes y pequeños proyectos y acciones de gobierno, se mantiene como el lubricante y el combustible de un régimen que insiste en creer que la
reconstrucción del país se puede emprender sin renunciar al principio de entender el bien o el recurso público como botín y el endeudamiento como solución mágica al problema en turno.
La asunción del pasivo laboral de Pemex y la CFE por parte del gobierno -que, en el fondo, es deuda a cargar por la actual y la próxima ciudadanía- podría digerirse si se acompañara del castigo de los abusos cometidos por la dirigencia de los sindicatos de ambos gremios y la prevención del próximo saqueo, pero no. A ojos cerrados se le pide a la ciudadanía hacer suya esa deuda, sin ni siquiera ofrecerle construir los mecanismos para desterrar o aminorar, al menos, la corrupción.
La decisión de no dar ese combate hermana al priismo en su conjunto y con él, lamentablemente, al panismo
y al perredismo. En ese punto se cifra el fracaso de tanta reforma, de tanta modernidad que no puede con ese vicio, disfrazado de tradición. Se modifican las normas, pero no las conductas y, entonces, inocente o perversamente, los mandatarios renuncian a trascender a cambio de permanecer en el ejercicio del poder, a través de su grupo.
Ahí se explica por qué, sin haber instrumentado las reformas estructurales que supuestamente conducen a la modernidad, afloran las viejas prácticas políticas para conservar o ampliar el poder. Si el gobierno utilizó a su partido en el campo político para sacar adelante las reformas, ahora el partido usa al gobierno en el campo electoral para consolidarse en el poder. Se recorre el camino más de una vez andado, con la ilusión de arribar a un destino distinto.
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La
ausencia de esos órganos y mecanismos anticorrupción advierten el peligro en puerta.
La decisión de no buscar respaldo a las reformas en sectores amplios de la ciudadanía y de haber hecho de la confrontación el instrumento para someter a los intereses afectados obliga al peñismo a construir un nuevo soporte a su proyecto. Dicho de otro modo, a beneficiar a un nuevo grupo de empresarios nacionales y extranjeros a cambio de apoyo o, bien, a debilitar o someter a aquellos que, en atención a los beneficios o concesiones recibidos en otros sexenios, no acaban de alinearse al momento.
A nadie escapa que las reformas, aún sin concretarse en el terreno, afectan a grupos gremiales, empresariales y políticos -principalmente, a los gobernadores- que constituían parte del sustento del poder tricolor. Al tiempo que lastiman
a las clases medias que advertían una mejora.
Tal circunstancia insta al peñismo a intentar construir con rapidez nuevos soportes, pero con una dificultad extra: la política social desarrollada por el gobierno no ha prosperado. La afectación de poderosos grupos y la incapacidad de conservar y ampliar una base social colocan en un predicamento electoral al gobierno y su partido que, en la desesperación, puede abrir de golpe la llave del gasto público o precipitar y sesgar licitaciones relacionadas con los nuevos negocios cifrados en las reformas, a fin de evitar un revés electoral que anule su proyecto transexenal.
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La urgencia de construir ese nuevo soporte tricolor, en medio de la precipitación del juego preelectoral y la ausencia de mecanismos para evitar que la corrupción provoque el aborto de
las reformas, permite pensar que si el concepto y la legislación de ellas constituyó un periodo complicado, el que sigue es todavía más complejo.
Enrique Peña Nieto está frente a una disyuntiva: trascender en el ejercicio del poder presidencial poniendo a salvo las reformas de la corrupción o permanecer en el ejercicio del poder -a través de su grupo- a costa de sacrificar lo que planteó como la meta superior de su gobierno. Menuda decisión.
sobreaviso12@gmail.com
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