El cuadro de descomposición en Guerrero va abriendo el camino para la desaparición de poderes en el estado. De manera sistemática, el gobernador Ángel Heladio Aguirre ha mostrado por largo tiempo su ineficacia como gobernante y su incapacidad por conducir un estado que le quedó grande. La puerta para un juicio político que lo destituya o una solicitud de licencia la abrió el caso de los estudiantes desaparecidos de la Normal de Ayotzinapa hace casi dos semanas en Iguala, y el descubrimiento de fosas clandestinas en esa comunidad. No hay pruebas científicas aún que vinculen los dos eventos, pero en términos de gobernabilidad, Iguala ya no es el determinante de la viabilidad del gobernador; no es síntoma de descomposición, sino una de sus consecuencias.
Iguala es una vergüenza nacional que debe tener responsables políticos. Y Guerrero, considerado en el gobierno federal como un estado más complejo y violento que Michoacán, por la manera como convergen y se entrecruzan problemas de marginación y descontento centenarios, con la beligerancia y activismo de poderosos grupos de interés, está acéfalo. Sí existe un gobernador, pero no gobierna. Aguirre ha perdido la confianza de los guerrerenses y es cada vez mayor la desconfianza que sobre su capacidad tienen en el gobierno federal. Le dieron apoyo político, económico, le enviaron fuerzas federales a que controlaran la seguridad –este lunes una vez más-, y no deja de naufragar.
Por el contrario, la polarización política en el estado sigue una espiral ascendente, con un enfrentamiento abierto con un viejo amigo y hoy enemigo, el ex gobernador Rubén Figueroa Alcocer, cuyo hijo Rubén Figueroa Smutny, está en lucha abierta contra Aguirre por sus alianzas con el precandidato del PRD al gobierno, el senador Armando Ríos Piter, quien pactó la paz con él a cambio de integrar a su hijo en la campaña y apoyarlo para la alcaldía de Acapulco. También rompió el frágil acuerdo con grupos del PRD, como el que representa el dueño de La Jornada Guerrero, Félix Salgado Macedonio, que publicó este domingo un editorial en el periódico donde lo acusa de “falta de sensibilidad” al querer reacomodar sus piezas para las elecciones de 2015 en medio de esta crisis.
Aguirre es el galvanizador del descontento, la síntesis, a ojos de muchos, del desastre que vive el estado. El hallazgo de las fosas fue el detonante que demuestra el alcance de la ingobernabilidad. El sábado, la violencia que domina al estado tocó a su puerta: 10 bombas Molotov fueron detonadas en las puertas de su casa, poco después de haberse reunido con familiares de los normalistas desaparecidos que quedaron inconformes con su explicación. En muchos sentidos, tienen razón. Iguala es el incidente más grave en donde se hayan visto claramente involucradas las autoridades, y la más obscena –por cínicamente abierta-, de su cooperación criminal con cárteles de la droga.
El propio gobernador admitió esa dupla cuando dijo el sábado que los hechos en Iguala estaban relacionados con “Guerreros Unidos”, que es una escisión del cártel de los Hermanos Beltrán Leyva, y que tiene asiento sólido en Iguala y en Acapulco. Pareciera confesión de parte. Al señalarlos tocó el fenómeno del narcotráfico que ha sido una constante en la zona de Iguala, donde no hizo nada. La impunidad en ese municipio, de acuerdo con investigaciones, la garantizaba el alcalde con licencia y prófugo, José Luis Abarca Velázquez, muy cercano al gobernador y presumiblemente uno de sus financieros en la campaña electoral. Aguirre sabía del problema en Iguala y no hizo nada. Era cómplice de Abarca, o estaba rebasado por la actividad delincuencial en Iguala. En cualquier caso, gobierno, no ejercía.
Aguirre ha jugado políticamente con la amistad del Presidente, pero no puede estirar mucho más esa liga. En el gobierno de Ernesto Zedillo, el gobernador Figueroa Alcocer, solicitó licencia tras la masacre de Aguas Blancas, donde la policía embistió a una manifestación en la que resultaron 17 campesinos muertos. Figueroa Alcocer era el gobernador más cercano de Zedillo y pagó lo que hicieron sus policías. Quien lo sustituyó en forma interina fue, precisamente Aguirre.
¿No recordará cómo se dieron las cosas? ¿Piensa que Peña Nieto es más débil que Zedillo? ¿No se da cuenta que en la medida en que se profundiza el deterioro más lastima a un Presidente que, si revisa el gobernador a Peña Nieto, sabe que cuando tiene que cortar drásticamente, lo hace?
El gobernador podría evitar llegar al extremo vergonzoso si la solución pronta a lo que sucedió se da en forma clara y contundente, tan convincente que todo el lastre que ha acumulado del caso y de eventos previos, pueda neutralizarse, aunque se ve sumamente difícil que suceda, aún si se llegara a la verdad. Sus lastres parecen irreversibles. Pero podría dejar de arrastrar más a su amigo el Presidente y solicitar licencia, como lo hizo Figueroa Alcocer en 1996. Lo que quedará, de no hacerlo, es la posibilidad de que se le inicie un juicio político para desaforarlo y echarlo del gobierno. Tiene los enemigos suficientemente poderosos para que se lo hagan. La pregunta es si su amigo el Presidente, aún tiene algo de confianza en él y lo vuelve a rescatar, o si como sería natural, su paciencia y tolerancia se colmó.
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