La noche del viernes 26 de septiembre de 2014 los normalistas de Ayotzinapa decidieron robarse, como es su costumbre, un par de camiones, quizá para engrosar la próxima marcha del 2 de octubre. José Luis Abarca, el presidente municipal perredista de Iguala, no se enteró porque estaba festejando el segundo informe de labores de su esposa, la directora del DIF. Tampoco se enteró cuando pasadas las 9 de la noche policías municipales dispararon contra los camiones robados, matando a uno de los normalistas, ni cuando, unas horas después y ya sobre el Periférico de Iguala, más municipales, ahora reforzados por miembros del cártel Guerreros Unidos, atacaron a esos mismos camiones y a uno más que en el lugar y la hora equivocada transportaba a jugadores de futbol del equipo Avispones de Chilpancingo. El saldo fue de seis muertos: un deportista y el chofer de su camión, tres normalistas y una mujer que viajaba en un taxi, alcanzada por una bala perdida. O el saldo hasta entonces, porque 43 de los estudiantes desaparecieron esa noche sin que nadie haya vuelto a saber de ellos.
Poco tardaron los agoreros de costumbre en hablar de represión, de ejecución extrajudicial, de guerra sucia y de crimen de Estado, responsabilizando de todo a Los Pinos, aunque la realidad apunte a otro lado: a los pocos días la PGJ detuvo y trasladó a Acapulco a miembros del cártel, a funcionarios y a 22 policías involucrados. A partir de la información obtenida en los interrogatorios, han sido exhumados 28 cuerpos tasajeados y calcinados de cuando menos seis fosas clandestinas halladas a media hora del sitio donde fue el ataque, en los alrededores de Pueblo Viejo, Iguala. Iñaky Blanco, fiscal guerrerense, informó que la orden de atacar los autobuses la dio el director de seguridad municipal, Francisco Salgado, quien, igual que el alcalde, está huido, pero que la orden de perseguir y de entregar a los muchachos a los sicarios la dio a los policías uno de los líderes de Guerreros Unidos conocido como El Chucky. Según declaraciones, 17 de estos cuerpos serían de los normalistas levantados, aunque por el estado de los restos se hace necesaria la identificación por ADN, misma que puede tardar semanas. De los 26 que faltarían, nada se sabe.
Una versión indica que los jefes de Guerreros Unidos habrían sido avisados de que entre los normalistas se hallaban miembros de una banda rival, que controla Chilpancingo, llamada Los Rojos. Falta ver, aunque la urgencia de señalar como culpable al gobierno en vez del narco o viceversa es tan pedestre como decir que los normalistas se lo merecían, por porros; a estas alturas, en buena parte del territorio nacional, ¿es realmente posible distinguir al gobierno del narco? ¿A la corrupción ciudadana o corporativa de la corrupción del funcionario?
Lo terrible es que han pasado demasiados cadáveres bajo el sol como para no entender que la inexistencia a todos los niveles del estado de derecho, facilitada desde el gobierno pero aceptada por los ciudadanos, es lo que nos ha llevado en una espiral perversa desde, digamos, los 72 migrantes masacrados en San Fernando en agosto de 2010; los 300 borrados de la faz de la tierra por Los Zetas en Allende, Nuevo León, en marzo de 2011; los 52 calcinados en el casino Royal en Monterrey en agosto de ese mismo año y los 13 raptados y asesinados en mayo de 2013 por un comando del corazón de la ciudad más segura del país, al horror de Iguala.
Y de allí, a lo que sigue.
Fuente: http://www.milenio.com/firmas/roberta_garza/represion-sigue_18_386541350.html
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