El terror es horror, pero también teatro”.
Kirsten Salyer
El homicidio masivo de estudiantes de la Normal de Ayotzinapa parece una mala novela de terror. Mala, por el exceso gratuito de sangre, pero también porque hasta la fecha no se entiende la motivación de quienes supuestamente ordenaron las ejecuciones.
La información disponible nos dice que el viernes 26 de septiembre, a las nueve de la noche, un grupo de policías se enfrentó con activistas de la Escuela Normal de Ayotzinapa que, como ya es costumbre, habían secuestrado autobuses interurbanos. Los policías han declarado que los estudiantes les lanzaron piedras. No sería la primera vez. Pero en esta ocasión, en lugar de no hacer nada, los policías respondieron con balas. Dos estudiantes quedaron muertos junto a más de una docena de heridos. Uno más fue encontrado sin vida un día después. Otro ataque alrededor de la medianoche a un autobús que transportaba un equipo de futbol dejó otras tres personas muertas.
Los policías, según la fiscalía de Guerrero, secuestraron a cuando menos 43 estudiantes de Ayotzinapa y al parecer los mataron. Dos integrantes de una banda criminal llamada Guerreros Unidos y un policía han confesado haber realizado estas ejecuciones en una localidad llamada Pueblo Viejo. Las declaraciones de los detenidos condujeron a los investigadores a varias fosas clandestinas en ese lugar en las que han encontrado 28 cadáveres, la mayoría calcinados. Los cuerpos no han sido reconocidos hasta el momento, pero se han ordenado pruebas de ADN para identificarlos.
Según los testigos, la orden de trasladar a los normalistas secuestrados a Pueblo Viejo para su ejecución fue dada por el director de la policía municipal de Iguala, Francisco Salgado Valladares, quien en este momento se encuentra prófugo. También declararon que una treintena de policías de Iguala estaban a las órdenes de Guerreros Unidos. El grupo criminal ha exigido a través de mantas la liberación de 22 policías municipales detenidos porque, si no, “darán a conocer los nombres de los políticos que los apoyan”.
La historia es terrible, pero no se entiende la motivación. “Nosotros no le hemos hecho nada al crimen organizado” ha dicho el vocero del comité ejecutivo estudiantil de Ayotzinapa, Uriel Alonso. Efectivamente, los normalistas han secuestrado autobuses y dañado a empresarios y ciudadanos con sus bloqueos, pero no se ve cómo estas acciones hubieran podido afectar al crimen organizado.
El tema es tan importante y potencialmente explosivo que el propio presidente Enrique Peña Nieto ofreció ayer una declaración en Palacio Nacional que parece extraña porque no tenía nada nuevo que aportar. El mandatario dijo que se siente “profundamente indignado y consternado” por los hechos de Iguala y ha instruido al gabinete de seguridad a tomar “acciones” para “el debido esclarecimiento de los hechos, encontrar a los responsables y aplicar de manera estricta la ley”. “En el estado de derecho -añadió- no cabe el más mínimo resquicio para la impunidad”. En otras palabras, nada.
Quizá ya sabemos qué pasó en Iguala, pero no por qué. Las bandas del crimen organizado son negocios y matar a decenas de estudiantes no aporta nada al negocio. Para empezar, la policía municipal de Iguala ha sido reemplazada por policías, tropas y gendarmes federales. Esto no le conviene a la banda criminal.
Incluso las peores historias de horror tienen cierta lógica. Los paramilitares que atacan a disidentes o activistas, por ejemplo, suelen defender beneficios económicos. Un grupo del crimen organizado que ordenara matar a decenas de estudiantes porque secuestran autobuses o exigen plazas del gobierno federal no tendría sentido. Mientras no se defina una motivación, la matanza de Iguala carece de pies o cabeza.
Dos matanzas
El Presidente expresó ayer su indignación por la matanza de Iguala, al parecer perpetrada por policías municipales en una entidad perredista. Más cerca le toca, sin embargo, la matanza de Tlatlaya, realizada por militares en un estado priista que él gobernó.
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