Leandro |
Fiel
Camina despacio, no es que va paseando... camina despacio. Mira
para un lado, se queda como con la vista medio perdida allá adelante, pero no
deja de caminar. Por ahí abre la boca y da la impresión de que va a decir algo,
no dice nada. Habla, no estoy muy seguro de qué dice... pero habla.
A lo mejor no estoy escuchando, a lo mejor estoy en otra, yo no
creo y sin embargo para mí no dice nada. Busca algo en el bolsillo, lo encuentra
y lo saca. Hace un movimiento para enseñármelo, no sé qué quiere explicar y
sonríe.
—Que lindo —digo yo, aunque lo único que veo es un objeto
irreconocible e indiferente. Igual no me contesta.
La sonrisa se le ensancha en la cara, hace otro movimiento y lo
devuelve al bolsillo.
Sigue caminando. Alrededor puedo ver unos pocos árboles, y
otras cosas sin importancia. El cielo está nublado y llueve bastante, y cuando
nos tiramos en el pasto noto que el agua me está empezando a molestar. Trato de
dárselo a entender y no me presta atención. Se sienta y mira hacia arriba,
aunque en realidad no ve porque tiene los ojos cerrados para que las gotas no le
caigan adentro. Así queda, casi hechizada por un rato largo, al parecer no
piensa moverse.
Me recuesto y apoyo mi cabeza en su panza, siempre hago lo
mismo, sé que a ella le gusta... pero hoy no está de humor. Un poco irritada me
empuja, yo insisto y ella vuelve a zafarse. Para mí es un juego, pero cuando
comienza a gritar y hace a un lado su cuerpo con brusquedad ya no resulta tan
divertido.
De todas formas se lo dejo pasar. La lluvia empieza a sacarme de
quicio porque ahora la tierra se vuelve barro. Miro un poco y a unos metros veo
un árbol cerca del cual se debe estar bastante más cálido y cómodo.
Entonces, cuando voy a buscar ese seductor refugio, ella me
retiene. Creo que va a ponerse mimosa, pero estoy equivocado. Simplemente no
quiere que yo esté bajo el abrigo del árbol.
En un impulso imprevisto se pone en pie y me obliga a imitarla.
Empieza a saltar y dar vueltas, y no deja de aferrar la maldita cadena. Me
tironea, me empuja, me ahoga. No consigo seguirle el paso, es difícil, parece
enloquecida. Es doloroso, ya no aguanto. Todo se acumula: la indiferencia, los
retos, las órdenes, los castigos, la asfixia. Y entonces, medio ciego de furia y
medio despierto a la realidad, la ataco. La tiro, ella grita. Instintivamente
busco su cuello y aprieto tensando hasta el último de mis músculos. Ella opone
un poco de resistencia y lanza manotazos desesperados por liberarse, pero no
puede. El grito ya se convierte en un gorgoteo horrible y sin sentido, sus
brazos dejan de agitarse, permanecen quietos igual que el resto de ella.
La suelto y observo lo que hice. Ahora voy a tener que andar
por las calles, voy a tener que resignarme. Total en la familia de ella nadie me
quería. Incluso tenían miedo de mí, me trataban como a una bestia.
Es una lástima, yo la quería, pero ya no podía más. No
aguantaba la estúpida correa. Y lo peor es que todavía la tiene en la mano
muerta. Y no la suelta, tiro y no la suelta. La mano muerta y rígida se resiste
más que cuando estaba viva. Sé que no la puedo cortar, la condenada cadena es
muy dura. Tal vez si me acerco... ¡sí!, la cadena resbala y afloja. Por fin lo
consigo, el alivio es asombroso y desbordante. Es como volver a sentir el aire
inflando los pulmones después de pasar largo tiempo aguantando la
respiración.
Ahora puedo huir. La correa ha dejado de ser un obstáculo, ya
no me ahorca. Pero no me voy, no quiero hacerlo. Me acerco a ella, me recuesto y
le apoyo la cabeza en la panza. Sé que a ella le gusta.
® Leandro
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