sábado, 3 de diciembre de 2011

Un minuto de silencio por Ricardo Raphael


Sólo el ingenuo pensamiento mágico nos puede hacer suponer que los
mataron por andar en malos pasos; y gracias a esta tara infantil es que
terminamos creyendo que al resto no nos va a ocurrir un final tan
trágico. Continuamos la vida como si nada, salimos por la mañana al
trabajo, por la noche cenaremos con la familia, antes quizá despejemos
la mente con algún programa bobo de televisión. Y es que gracias a la
evasión ingenua que nos tiene convencidos de estar a salvo, valoramos
las 50 muertes de Culiacán y Guadalajara como un suceso lejanísimo de
nuestra existencia.

No nos hemos dado cuenta aún de que hace tiempo los números de la ruleta
comenzaron a tocarle a la gente inocente. No queremos asumirlo, o acaso
no sabríamos qué hacer con esa información: la ley fuga que practican
tanto los soldados como la policía ha caído más de una vez sobre la
cabeza de un joven honesto en Juárez y Matamoros; los levantones que
cotidianamente practican los sicarios ya no distinguen entre enemigos,
adversarios o pobres mortales que no la deben ni la temen. La maquinaria
del mal destroza por igual a unos y otros.

Tendríamos ya que aceptarlo: la ola de violencia a la que está sometido
el país es total y rematadamente ciega; no discierne, no discrimina, no
entiende de matices; su única constante es que cada día se monta sobre
sí misma con mayor furia. Devora con una lógica idéntica a la de la
guerra y sólo porque es tan monstruosa es que nuestro cerebro nos
conduce al engaño para asumirla distante.

De manera muy parecida actuaron tantos durante la Segunda Guerra, cuando
la Gestapo vino a recoger judíos y los vecinos pasivamente les miraban
partir, seguros de que la mala suerte sólo podía caer sobre los
descendientes de la raza de David. No fueron pocos, por cierto, quienes
se enteraron de su propia ascendencia judía cuando ya viajaban en el
tren camino al campo de concentración.

Lo recién ocurrido en Boca del Río, Culiacán y Guadalajara habrían de
merecer un minuto de silencio cada día; los 50 mil muertos de la
violencia que hoy consume al país necesitan un minuto ofrecido por
nosotros los vivos, no sólo para recordar a quien murió injustamente,
sino para hacer a un lado nuestra tremenda apatía.

El horror comenzó en el país hace algunos años, cuando criminales
enloquecidos dejaron cabezas humanas frente a la puerta de una alcaldía,
luego siguieron los cuerpos disueltos en ácido, los ahorcados pendiendo
de los puentes, los asfixiados y los calcinados. Con tan tremenda
narrativa, al resto de los mexicanos el mal se nos fue metiendo en las
venas; al punto en que hoy nos escandaliza poco la tragedia: ¡Fueron 52!
¡Fueron 26! ¡Hoy fueron sólo 12! Caso cerrado, nos apartamos porque en
nuestra cabeza un juez diminuto ya dictó sentencia: ¡probablemente se lo
merecían!

Importa poco que no se investigue, que las supuestas pruebas de
culpabilidad nadie las conozca, importa nada que las familias de los
muertos deban cargar con un estigma social arbitrario, que se trate de
un muchacho de 16 años a quien un arma le disparó sin deberla ni temerla.

Son culpables sólo por el hecho de haber muerto según el ritual de una
orden fanática de mafiosos que se han montado en México un gran teatro
de horror cuya finalidad, entre otras, es anestesiar nuestras conciencias.

Precisamente para luchar contra esa pócima que nos adormece y nos vuelve
cómplices es que propongo aquí dedicar todas las mañanas un minuto de
silencio por los muertos y los desaparecidos. Un minuto al día,
siquiera, para dejar que nuestra razón obre y nos arranque del
pensamiento infantil en el que nos encontramos.

La batalla seguirá perdida mientras por acción u omisión continuemos
apartando la mirada de la herida que a todos nos desgarra. La violencia
seguirá creciendo mientras creamos que este asunto sólo atañe a policías
y ladrones. La destrucción de familias y comunidades no cesará mientras
dormir en paz sea más importante que despertar de la pesadilla. La ola
de horror tomará alturas insospechadas si no aceptamos de una vez que en
cualquier momento ésta puede caer sobre nuestra propia cabeza.

Los discursos del gobierno y de los asesinos son tan parecidos: los
culpables (por traicionar a la ley o a la mafia) se merecen morir
trágicamente. Esa narrativa es responsable también de la confusión. A
estas alturas la palabrería de los señores del poder y de los señores de
la muerte, así los llamó antes Javier Sicilia, habría de merecer nuestro
más profundo rechazo.

Nadie se merece una muerte tan funesta y apenas van 50 mil. Es la hora
del minuto de silencio, es decir, del minuto dedicado a la conciencia.
Las respuestas a nuestra enfermedad sólo podrían venir después.

Twitter: @ricardoraphael

Analista político

Leído en http://www.eluniversalmas.com.mx/editoriales/2011/11/55921.php

No hay comentarios:

Publicar un comentario

Por favor, sean civilizados.