sábado, 3 de diciembre de 2011

La comezón del sexto año por Liébano Sáenz


Una sola excepción ha registrado la accidentada transferencia sexenal del poder nacional en México durante todo su trayecto desde que es un país independiente; el acontecimiento consecutivo, protagonizado o atestiguado por generaciones y generaciones de mexicanos, cuya característica común es la incapacidad de concretar relevos de gobierno en la normalidad política. Con democracia plena o a medias, la historia ha sido la misma, salvo en 2000. La diferencia ocurrida entonces no fue un golpe de suerte, sino resultado de la voluntad que se hizo patente desde la controvertida declaración del presidente electo Ernesto Zedillo de que no intervendría en la designación del candidato de su partido a la Presidencia, y de que, en lo sucesivo, tanto el gobierno como el partido habrían de realizar, cada uno, sus propias encomiendas. La sujeción de la Presidencia a su misión de garantizar la normalidad y la equidad en el proceso electoral se había manifestado; sin embargo, la lección, desgraciadamente, no fue aprendida y el sucesor en 2006 dejó como legado un proceso electoral singularmente complicado.
En muchos sentidos, el final del quinto año de gobierno representa la agonía del ciclo político de la Presidencia. Aunque existe todavía un año por delante, y la obligación constitucional de gobernar y de administrar sigue vigente, las condiciones para el desempeño de la responsabilidad sufren significativas modificaciones. La sucesión presidencial ejerce una enorme presión a todo y a todos. El esfuerzo mayor debe estar enfocado en que el gobierno haga lo suyo y en evitar que el ruido y el movimiento propio de la elección alteren el cumplimiento imparcial de las responsabilidades. Es una tarea del presidente y también del conjunto de la administración federal, de los gobernadores y de los alcaldes. La imparcialidad de los gobiernos es condición para una elección justa.

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