Pascal Beltrán del Río |
Digo que la propaganda no nos deja otra opción porque entre los millones de spots con que nos han bombardeado día y noche, o en las decenas de millones de carteles que tapizan nuestras calles, no hay un solo reconocimiento de lo que la experiencia nos muestra como obvio: lo que el próximo Presidente de la República pueda hacer en beneficio de la mayoría es sumamente limitado.
No soy nihilista, estimado lector, pero tampoco desmemoriado. Es cierto que hemos ampliado, como sociedad, la gama de las alternativas políticas. Antes de 1988, la oposición en México era simplemente testimonial. Y el sistema político era tan perverso que, incluso con candidato único, como sucedió en 1976, éste logró 16.7 millones de sufragios a su favor, casi 70% de quienes se encontraban entonces inscritos para votar.
Eso ha cambiado drásticamente. Desde 2000 gobierna otro partido político; la posibilidad de alternancia es real. Hoy nuestra democracia tiene un grado de incertidumbre respecto de quién ganará la próxima elección presidencial. Y todo eso es bueno.
Sin embargo, persiste una esperanza desmedida de que el Presidente de la República tiene la capacidad, por sí mismo, de conducir al país a un estadio superior de desarrollo, de acabar con la desigualdad social, de desaparecer la violencia criminal.
Por desgracia no hemos superado esa noción —perfeccionada en el autoritarismo, y que seguramente se remonta a nuestros orígenes como nación— de que el Presidente, el Primer Mandatario, el Tlatoani, nos guiará hacia la tierra prometida, como hizo Tezcacóatl con las tribus que migraron desde Aztlán.
Yo no sé quién va a ganar la elección del próximo domingo 1 de julio. En lo personal, me da lo mismo, pues mi trabajo como periodista será esencialmente igual si el Presidente se apellida López Obrador, Peña Nieto o Vázquez Mota.
Lo que sí sé —y no porque sea adivino, sino que la historia resulta una gran guía— es que poner nuestra confianza en un hombre o una mujer para resolver los problemas que tenemos como sociedad, o, más aún, abrazar las oportunidades que nos da el mundo global y que hemos desperdiciado en los últimos años, es simple fe sin sustento.
No me impresionan los actuales candidatos a la Presidencia, aunque tampoco cometería la mezquindad de decir que no les encuentro atributo alguno. Los cuatro aspirantes tienen méritos, pero el tamaño de los problemas los rebasa si todo lo que ofrecen es su talento y su propia visión.
Y ahí es donde los mexicanos hemos de reconocer que nos estancamos en la construcción de la democracia. Creamos, con muchos esfuerzos y recursos públicos, una arena electoral de piso parejo que garantiza que cualquiera de las tres grandes fuerzas políticas puede ganar la Presidencia y otros cargos importantes, como gubernaturas, o una mayoría en el Congreso.
Sin embargo, desde 1996, ¿qué adiciones revolucionarias hemos hecho a nuestra vida democrática?
Quizá aquí usted diga ¿cuáles hacen falta? Yo veo una que me parece muy importante: no hemos hecho nada por hacer florecer las organizaciones de la sociedad civil, indispensables para la conducción de los temas de interés público.
No sé si ha sido por el temor de los partidos de perder el monopolio que tienen en su relación con la sociedad: atender los problemas cotidianos de la gente de un modo chantajista, intercambiando soluciones a menudo temporales (el caso de las inundaciones es muy ilustrativo) por votos.
En la reciente Cumbre Ciudadana, convocada por decenas de organizaciones de la sociedad civil, quedó de manifiesto que éstas no cuentan con el marco legal ni el apoyo fiscal para desarrollarse. No debe sorprendernos que México tengo un número ínfimo de estas organizaciones respecto de otros países.
¿De qué otra forma pueden organizarse los ciudadanos para resolver problemas sociales y comunitarios sin pasar por el filtro de los partidos políticos y convertirse en clientela? Es cierto, en el Distrito Federal los comités vecinales deciden la aplicación de una partida pequeña del presupuesto, pero este tipo de derechos sigue siendo sumamente limitado a nivel nacional.
Nuestro sistema de gobierno dejó de ser dominado por un partido único y mutó en una partidocracia. Se amplió el número de miembros del club, pero nada más. Uno de los candidatos presidenciales, Andrés Manuel López Obrador, pide que no se le compare con sus competidores, pero ¿acaso él no utilizó su parte de las enormes prerrogativas que reciben los partidos políticos para sus campañas electorales? ¿No son todos los candidatos integrantes del mismo sistema monopolizado por la clase política?
No se trata de tirar a la basura lo que hemos construido como sociedad, sino reconocer que la casa ya quedó chica a nuestras necesidades y que hay que ponerle rápidamente otro piso.
Participar en la vida democrática no puede ser ir a votar cada seis años pensando que si gana nuestro candidato el país dejará atrás sus miserias y si pierde, se irá por el caño.
Incluso lo que tenemos está muy mal aprovechado. Sin duda, será más importante lo que ocurra en el Congreso los próximos años que lo que suceda en Los Pinos. Pero ¿cuántos se ocupan de la elección legislativa, a cuántos les interesa?
En el próximo trienio, nuestros representantes en la Cámara de Diputados y el Senado tendrán en sus manos la posibilidad de rediseñar un marco constitucional que mantiene al país anclado en una serie de mitos mientras otros países avanzan rápidamente en la pista global. Cuando uno viaja a Asia, es fácil darse cuenta de lo poco que importa lo acontecido hace 50 años, mientras que en México seguimos atorados en los tabúes de la Conquista.
Tenemos un marco legal anacrónico, lleno de parches. Y hace mucho que carecemos de una visión global.
No hemos sido capaces de responder las preguntas fundamentales que tiene que hacerse cualquier país que quiera ser competitivo hoy en día: ¿Qué le vamos a vender al mundo en diez, 20, 30 años? ¿Cuál es nuestra ventaja frente a otras naciones?
Esas no son cuestiones que puedan recaer en manos de un solo individuo, por mucha fe que tengamos en él o en ella y por mucho poder formal que tenga. Deben ser ambiciones colectivas, construidas con base en la mayoría más grande posible. Son retos que tenemos que resolver como país, y, en este momento, el mejor lugar para hacerlo es el Congreso.
Lo digo aunque sé muy bien que no tenemos, de lejos, la mejor calidad de representación política. No debe sorprender a nadie que los legisladores cuenten con uno de los niveles más bajos de popularidad en México, y esto deriva, en mi opinión, de que la ciudadanía no percibe que sus intereses estén bien representados.
Ese es el paradigma que hay que cambiar, pero no lo vamos a lograr si permitimos que domine la desmemoria sexenal: la creencia renovada de que el próximo Presidente de la República es el partero del renacimiento de la nación.
Vea lo que prometen los candidatos en sus spots: uno pone su autógrafo en una bolsa de papel estrasa y con eso garantiza el éxito de un negocio, como si a partir del 1 de diciembre le bastara al dueño simplemente con levantar la cortina; otro afirma que creará siete millones de empleos, como si no supiéramos que éstos dependen de las inversiones y que éstas no llegan si existe un clima de desconfianza.
Por eso, vote por quien quiera el 1 de julio, pero hágalo pensando que el próximo Presidente, por sí solo, únicamente puede hacer más mal que bien.
Si realmente quiere que cambie lo que estorba al desarrollo del país e impide un mayor equilibrio social, entonces participe, infórmese, discuta, comprométase. De entrada, exija a los legisladores que no se desestimule fiscalmente a las organizaciones de la sociedad civil, y que aprueben las reformas que México necesita para competir globalmente.
Téngalo por seguro: el mundo no nos va a esperar mientras le llega la iluminación al próximo Presidente.
2012-06-17 04:27:00
Leído en: http://www.excelsior.com.mx/index.php?m=nota&seccion=opinion&cat=11&id_nota=841746
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