Salvador Camarena |
El sábado, la zona metropolitana de Guadalajara y varios puntos del estado de Jalisco, fueron sacudidos por bloqueos de criminales. Los llamados narcobloqueos comenzaron poco después de las 14:00 horas. La población estaba aterrada. Sólo hay una cosa peor que la bestialidad de esos atentados en contra de la integridad y el patrimonio de algunas personas, peor que ese ataque que socava la tranquilidad de toda la ciudadanía: el sentimiento de abandono, el saberse inermes, el descubrir en medio de la crisis que el gobernador no estaba en el país, que había abandonado sus tareas y estaba en Venecia; solo peor que constatar el desquiciamiento del que son capaces los desalmados es saber que el gobierno se encerrará en silencio durante muchos, demasiados minutos, antes de salir a informar. Estamos hablando de autoridades que no lograrán tranquilizar porque ni siquiera lo habrán intentado. Ya demostraron en varias ocasiones que no les da para entender que deben no sólo informar, sino intentar convertirse en guía en medio de la zozobra. Pero es demasiado pedir.
Otro caso. Hace tres semanas, la tormenta tropical Ernesto golpeó Veracruz. Javier Duarte estaba fuera del estado. De hecho, ha trascendido que el gobernador veracruzano estaba de vacaciones, según supieron en el PRI, partido que organizó también por esas fechas un encuentro de gobernadores priístas con Enrique Peña Nieto. Al cónclave tricolor faltó el mandatario de Quintana Roo, que sí se quedó a ver los costos del impacto de Ernesto. Pero para Duarte, ni fenómeno meteorológico, ni candidato triunfante fueron suficiente motivo para interrumpir su viaje.
El país fue a elecciones presidenciales con el ánimo de cambiar. Los panistas se fueron al tercer lugar. El PRI ganó, la izquierda avanzó. Si quiere encabezar un cambio, Peña Nieto tendrá que reconstruir mecanismos de coordinación y equilibrios federales que fueron doblemente pervertidos. Si hasta antes del sexenio de Zedillo un presidente abusaba de su poder y gobernaba sobre los gobernadores, ahora en dos sexenios panistas la ineficacia presidencial para servir de control a los gobernadores ha dejado un reguero de administraciones con deudas descomunales o disfuncionalidad institucional que ha sido aprovechada por criminales.
La erosión del presidencialismo ha derivado en una república Montessori (con perdón para ese método pedagógico que injustamente hemos convertido en sinónimo de que cada quien hace lo que le viene en gana). Nadie debería tener nostalgia del hombre fuerte de Los Pinos que todo lo controlaba. Pero es cierto que como lo descubrieron los calderonistas en la crisis de la influenza (cuando los gobiernos estatales se negaban a reportarles los casos de A H1N1), los gobernadores ocultan al gobierno federal, y a la ciudadanía, información y realidades.
Además, una de las malas decisiones de Calderón fue arrancar su gobierno mandando el mensaje de que asumía en solitario el problema de la inseguridad, que esa era *su *tarea. Uno puede imaginarse el alivio de los gobernadores que pensaron “perfecto, que se entretenga con su guerra, el señor Presidente” al tiempo que ni ejercían los presupuestos contra la delincuencia, que aumentaron, y que se tardaban en cumplir con las metas de evaluación de sus mandos y su tropa policial. Cuando Calderón quiso corregir eso era demasiado tarde.
Dos colaboradores del candidato triunfante creen, por separado, que sí es posible “apretar” a los gobernadores vía la Secretaría de Hacienda. Mandatarios estatales y el próximo Presidente comenzarán tan pronto como la semana entrante, con el nuevo Congreso y la negociación de presupuestos, un juego de fuerzas para definir la dinámica mediante la cual se relacionarán en el sexenio por venir. Veremos qué reglas prevalecen, las del continuismo disfuncional, las de un retorno a los manotazos, o las de una necesaria nueva relación para cerrar la época de la República Montessori.
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