Francisco Valdés Ugalde |
El cambio político ha traído una transformación de la jerarquía de los valores. Antes de la transformación del sistema presidencialista de partido hegemónico, el motivo predominante era el dominio sobre la unidad. No era monolítico, no era el único valor. Había niveles significativos de tolerancia, reconocibles hacia el final del autoritarismo, aunque a medida que miramos hacia atrás este valor escasea progresivamente. No obstante, la tolerancia en su sentido cabal no enraíza entre nosotros sino con la apertura efectiva a la alternancia de diferentes partidos en el poder político y con la progresiva aceptación social de diversas identidades morales. Bajo el viejo sistema político ninguna de las dos tolerancias, la social y la política, eran pensables.
Podríamos definir el panorama actual como de convivencia democrática en sistemas sociales y políticos pluralistas, si bien la intolerancia no ha sido desechada. Se puede afirmar que la intolerancia no ha desaparecido del panorama político. Dos ejemplos: la negativa rotunda del candidato que quedó en segundo lugar en las elecciones a aceptar su derrota y, junto con ella, el veredicto de las instituciones que regulan los procesos electorales. A pesar de que los partidos que lo postularon participaron y se conformaron con el marco legal que rige las elecciones.
Sus alegatos llevan al otro ejemplo de intolerancia: la coacción del voto. Y decirlo no es solamente un juicio salomónico en concesión al impugnante. Ignoramos a ciencia cierta la extensión y profundidad del fenómeno. Las “pruebas” entregadas por la coalición perdedora apenas fueron unas muestras. No pudieron recoger ni evidenciar patrones regulares de comportamientos orientados a comprar votos o inducir en los electores decisiones no tomadas libremente.
Eso no quiere decir que no los haya, que la coacción del voto no exista. Es vox populi que el asunto es importante y extendido. Es sabido que autoridades locales y operadores partidarios lo practican. Los indicios bajo la forma de denuncias plenas o de trascendidos por fugas de información son contundentes. Y para el caso lo hacen todos los partidos. En Acción Nacional fue inocultable la maniobra para extinguir la candidatura del hoy senador Javier Corral por parte de “correligionarios” suyos en el estado de Chihuahua. El PRD y otros grupos afines lo han puesto en práctica en la capital, y el PRI ha sido el campeón proverbial de la coacción, pues en él estas prácticas son connaturales a su historia vivida y documentada.
Los presidentes Calderón Hinojosa y Peña Nieto se han dado la mano para dar comienzo al proceso de transición de gobierno. El primero ha pedido apoyo “en lo esencial” para el segundo, pues a partir del primero de diciembre será el titular del Ejecutivo. El segundo ha llamado al diálogo con reconocimiento y ha declarado que no volverá el viejo PRI y que será amigo de todos los mexicanos.
De verdad que todo eso es necesario. Para todo efecto de trascendencia mayor, se ha cerrado ya el proceso electoral. Aún deberán el IFE y el Tribunal Electoral desahogar temas muy importantes como el del uso de recursos por parte de los partidos. Pero no tendrán estos asuntos repercusión mayor sobre la conformación de los órganos del poder público.
Por lo mismo, es indispensable encontrar las voluntades efectivas para conducir al país sinceramente a una nueva etapa. El Revolucionario Institucional ha recibido una nueva oportunidad de transformarse en una institución democrática y ha hecho profesión de fe de que lo ha hecho o lo hará. El país no está convencido de ello. La sombra de la duda es perfectamente comprensible y la negativa absoluta de una parte de la izquierda a reconocerlo o creerlo es contundente, además de corrosiva.
De ahí la necesidad de un cambio sincero. El PRI nació desde el poder, ha vivido gracias al poder y ha vuelto gracias al poder, mismo que supo proyectar sobre una parte importante del electorado. Pero ¿empujará las reformas democráticas fundamentales que necesita el país para terminar de construir y luego consolidar un nuevo Estado democrático (que no es lo mismo que sistema)?
Sabemos que las otras dos fuerzas políticas representadas y actuantes en la nueva Legislatura serán proclives a ofrecer su voluntad para ese objetivo. Para ellas no hacerlo sería suicida. Pero ¿estará dispuesta la primera minoría a empujar la carreta en la misma dirección o preferirá inclinarse hacia la reconstrucción, a mi juicio imposible, del “ogro filantrópico”, como lo retrató Octavio Paz hace 33 años?
Francisco Valdés Ugalde
@pacovaldesu
Leído en: http://www.vanguardia.com.mx/valoresenlarepublica-1370902-columna.html
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