Gabriel Guerra |
Aun así, la decisión formal de separarse de todos ellos y de convocar a una consulta, cuyo resultado es conocido de antemano, acerca de si conviene o no a su Movimiento Regeneración Nacional convertirse en un partido político ha causado revuelo y será nota de ocho columnas de la mayoría de los diarios nacionales. Sólo quien sea miope o de muy mala fe podría intentar ignorar el impacto de que el candidato que alcanzó el segundo lugar en las elecciones presidenciales de hace dos meses decida fundar su propia plataforma partidista.
Casi 16 millones de votos, cerca del 32 por ciento del total, hacen difícil, si no es que imposible, ignorarlo. Más allá de si tantos o cuantos fueron sufragios en favor del PRD o de los dos partidos acompañantes, ese segundo lugar y esa casi tercera parte de la votación no se traducen automáticamente en peso político, en liderazgo social, en influencia mediática, a menos que se sepan utilizar, y él lo ha sabido hacer. Una vez más, AMLO demuestra que lo suyo es nadar a contracorriente y que es en la adversidad donde se crece y se convierte en un adversario formidable. Para los muchos que alguna vez lo han dado por muerto, el tabasqueño ha de parecer un fantasma, una pesadilla. Quienes quisieron impedirle contender por el GDF; quienes con Fox a la cabeza impulsaron el intento de desafuero; quienes lo imaginaron liquidado tras su derrota en el 2006; quienes se frotaban las manos de gusto al tiempo que denunciaban su mal aconsejado plantón en Reforma; quienes creyeron que los moderados del PRD podrían quitarle la candidatura presidencial del 2012; quienes imaginaron que ésta, su más reciente derrota electoral, sería su fin; todos se han llevado un palmo de narices.
López Obrador también ha puesto de su parte, y mucho, para ponerse piedras en el camino. Su estilo de confrontación y de choque gusta a muchos pero probablemente desagrada a más. Su tolerancia y su impulso al maniqueísmo entre sus seguidores parecieran pensados para ahuyentar a los moderados, a los indecisos, a las mentes críticas que todo movimiento de izquierda necesita de su lado si quiere alcanzar el poder. Si bien las denuncias por el presunto fraude del 2006 encontraron eco y dejaron pensando a varios, su obcecación por hacer del susodicho fraude, de los complots y las conspiraciones su leitmotiv le ha hecho perder adeptos y credibilidad entre otro sector igualmente importante de la población. ¿Suma a algunos con ese discurso? Sin duda. ¿Refuerza las convicciones de los suyos? Claro. Pero predica a los ya conversos, los que poco necesitan para creer en su particular evangelio. Y, en cambio, genera rechazo o resistencias entre un segmento de los votantes que no acaba de sentirse cómodo con esa forma de hacer política.
Ahora la izquierda, las izquierdas, están frente a una disyuntiva real: seguir el liderazgo de un hombre que ha demostrado una y otra vez su capacidad para movilizar y entusiasmar a poco más o poco menos de un tercio del electorado pero que se rehúsa a abrir su movimiento a quienes piensan diferente, o apostar por un intento de izquierda moderna, abierta e incluyente, mucho más pragmática y enfocada a conquistar a ese sector de la opinión pública y de los votantes sin el cual no se construyen mayorías electorales o legislativas: el centro.
Suena difícil cualquiera de los dos caminos: el primero porque necesariamente excluye a tantos que se mantiene a sí mismo en el margen. Un margen amplio y muy importante, ciertamente, pero desde el cual es casi imposible ganar la Presidencia. Y el segundo porque esas izquierdas que ahora tendrán que decidir su camino no se caracterizan ni por la unidad ni la disciplina partidista, y porque tampoco cuentan con liderazgos atractivos y populares entre los votantes. Por más que hayan ganado elecciones locales, ninguno de los probables abanderados para el 2018 se compara a AMLO en términos de capacidad de movilización y de arrastre popular. El DF no lo es todo.
Twitter: @gabrielguerrac
Leído en: http://www.vanguardia.com.mx/laizquierdadividida-1370894-columna.html
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