Desde hace un par de décadas al menos, cuando en el mundo parecía haber triunfado el pensamiento único de la revolución neo conservadora, en los países de Europa y en otras economías donde se habían desplegado formas del estado del bienestar desde la Segunda Guerra Mundial, se empezó a extender el tópico de que las legislaciones laborales que protegían a los trabajadores de la inestabilidad en el empleo, los despidos injustificados y la incertidumbre de los ciclos económicos eran un lastre para el crecimiento económico y que era necesario liberalizar la contratación y el despido, para que los empresarios tuvieran incentivos para generar empleo. En la segunda mitad de la década de 1980 se solía repetir que la contradicción fundamental de la economía contemporánea no era ya entre trabajo y capital, como decía el marxismo, sino entre empleados y desempleados. Desde esa perspectiva los sindicatos se habían convertido en defensores de privilegios y en los culpables de que no se abrieran nuevas fuentes de empleo.
Ese discurso permeó fuertemente en todos los ámbitos empresariales del mundo, pues era una buena oportunidad para revertir las conquistas laborales de siglo y medio de resistencia de los trabajadores frente a los abusos del capitalismo salvaje. Desde luego que la realidad económica tenaz y las condiciones impuestas por el mercado a los países hacían necesaria la revisión de las legislaciones laborales, pero también había un fuerte contenido ideológico impulsado desde los gobiernos de Margaret Thatcher y Ronald Reagan que sonaba a arpa de cristal en los oídos de los señores del dinero. La idea acabó por imponerse e incluso gobiernos socialistas como el de Felipe González en España se vieron orillados a reducir las protecciones laborales y a experimentar con fórmulas como los contratos de formación. Fue precisamente el programa de empleo juvenil del gobierno del PSOE el que provocó la gran huelga general de diciembre de 1988, que puso en jaque a los socialistas en el poder y marcó su distanciamiento de la Unión General de Trabajadores, su central sindical histórica.
En México no es nuevo el discurso de que la laboral es una de las famosas reformas estructurales que destrabarían el crecimiento económico. Los empresarios se llenan la boca con el clamor y desde hace años que el PRI y el PAN dicen que es indispensable llevarla a cabo, aunque curiosamente, a pesar de que supuestamente están de acuerdo en sus términos generales, no han logrado sacarla adelante. Ya se hablaba de ella en los tiempos de la presidencia de Salinas de Gortari, pero el PRI entonces prefirió no debilitar su relación con los sindicatos corporativos y mejor no le movió al asunto. Durante este sexenio, Calderón, que llegó proclamándose como “el presidente del empleo” tardó en presentar una iniciativa, a la que reviró el PRI con la suya para que, finalmente, ambas quedaran congeladas por el cálculo priísta de que no le convenía que Calderón se anotara un tanto con el tema.
Mientras, la izquierda sólo ha salido a decir que se opone a la reforma laboral. No ha sido capaz de elaborar mucho sobre el tema, al menos en tiempos recientes, porque hace años incluso llegó a auspiciar un proyecto bastante acabado preparado por el abogado laboralista Néstor de Buen, pero me parece que aquel esfuerzo se les perdió en el fondo de algún cajón. Pareciera que una discusión de enorme trascendencia para la vida de millones de mexicanos y para el desarrollo de la economía nacional no merece, de parte de las fuerzas políticas que de suyo deberían representar los intereses de los trabajadores, más que un no rotundo y cerrado.
Sin embargo, el tema debería estar siendo objeto de análisis y elaboración por parte de la izquierda, sobre todo porque está estrechamente vinculado a una de las bases del control político de la época clásica del régimen del PRI que está vivita y coleando a pesar de los años de transición democrática: el corporativismo sindical. Los monopolios de control de la organización laboral desarrollados como mecanismos de intermediación burocrática entre el Estado y los trabajadores, uno de los bastiones de la proverbial antidemocracia mexicana, que al menos en los tiempos en los que yo comencé a militar en la izquierda era uno de los objetivos a vencer. Las consignas por la democracia sindical y contra el charrismo, como se denominaba coloquialmente al control de las burocracias sindicales oficialistas, estaban en el centro de la actividad de la izquierda de la década de 1970, pero después de 1988, cuando las organizaciones de izquierda que se habían abierto paso a contrapelo del autoritarismo acabaron fusionadas con la escisión del PRI, el tema paso a retiro.
Hoy la izquierda debería tener un papel protagónico en la discusión de la reforma laboral que se discutirá preferentemente durante el próximo mes en el Congreso. Y no para oponerse sin más, sino para proponer una visión propia de cómo modificar las condiciones del mercado laboral sin que sea a costa de los derechos de los trabajadores y, sobre todo, para acabar con los monopolios sindicales y democratizar a las organizaciones. La iniciativa de Calderón les ha abierto la posibilidad de encabezar las propuestas para demoler el corporativismo, pues abarca cuestiones relevantes, como la necesidad de transparencia en los sindicatos y de elección democrática de las dirigencias. En lugar de tomarle la palabra y de hacer avanzar en la discusión un nuevo modelo de organización laboral democrático y no controlada por el Estado o los patronos, Miguel Alonso Raya ya salió a decir que eso de la transparencia es intromisión en la vida sindical.
Y respecto a las formas de contratación, despido y regulación, también tendría mucho que decir la izquierda para modernizar un modelo que tiene al menos cuarenta años y que evidentemente no está dando ya buenos resultados. Si no, no nos explicaríamos la enorme simulación que hay hoy en el mundo de trabajo y la existencia de una economía informal donde millones de personas trabajan sin derecho laboral alguno. Algo está mal, sin duda, en la ley vigente; tal vez no en el sentido en que el PRI, el PAN y los empresarios dicen, pero la izquierda ha sido incapaz de hacer su propia crítica a las evidentes injusticias que la legislación actual ha generado.
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