Jorge Volpi |
Hace casi cuatro años justos de este episodio, recreado en el intenso thriller Margin Call (2011) y en la más literal Demasiado grande para caer (2011), basada en el fascinante libro de Andrew Ross Sorkin (2009), y los análisis y las especulaciones en torno a su origen y consecuencias continúan proliferando en la medida en que el derrumbe de Lehman Brother es percibido como el punto de quiebre -real o simbólico- de la Gran Recesión que aún aqueja a la mayor parte del mundo desarrollado.
¿Hubiese sido todo distinto si Paulson, antiguo patrón de Goldman Sachs, hubiese impedido la caída de sus antiguos competidores? Probablemente no: para entonces Wall Street se hallaba tan contaminada por los llamados "activos tóxicos" (las metáforas biológicas no son gratuitas) que la suerte de los cinco grandes bancos de inversión estadounidenses, interconectados con todas las instituciones financieras internacionales, parecía echada. Tras más de una década de "exuberancia irracional" -el término es de Alan Greenspan, presidente de la Reserva Federal por 20 años y responsable de no anticipar la crisis-, el capitalismo contemporáneo ya no parecía capaz de evadir la catástrofe incubada durante la burbuja.
Muchas fueron las causas que dieron lugar a esta "tormenta perfecta". En primer término, el triunfo de la ideología neoliberal -y la teoría de los mercados eficientes- tras la desaparición del campo comunista. Puestas en práctica por Margaret Tatcher y Ronald Reagan, y copiadas por políticos de todas las latitudes (Salinas en México), las ideas de los economistas de la Escuela de Chicago, como Milton Friedman o Eugene Fama, condujeron a una época de brutal desconfianza hacia el Estado, siniestra desregulación financiera y una glorificación del individualismo cuyo espíritu quedó resumido en la frase de Gordon Gekko en Wall Street (1987) de Oliver Stone: "La avaricia es buena".
Paradójicamente, no fueron los Bush, padre o hijo, quienes mejor sirvieron a los intereses de este brutal laissez-faire, sino el demócrata Bill Clinton: en pleno enredo con el vestido de Monica Lewinsky, firmó la legislación que dio muerte a la legendaria Ley Glass-Steagall que prohibía que los bancos de depósitos fuesen, al mismo tiempo, bancos de inversión. Gracias a este pequeño favor, así como a la eliminación de la normatividad sobre los nuevos derivados financieros, instituciones como Goldman Sachs, Merrill Lynch, Lehman Brothers, Morgan Stanley o Bear Sterns tuvieron las manos libres para arriesgar miles de millones de dólares sin rendirle cuentas a nadie.
La proliferación de estos arcanos derivados financieros, o más bien la falta de reglas sobre los mismos, acabó por desestabilizar al sistema. Desarrollados por matemáticos y físicos (llamados quants por sus colegas), estos instrumentos buscaban diluir o de plano eliminar el riesgo -por ejemplo, el de las hipotecas-, pero a la larga hicieron lo contrario: contagiarlo sin fin hasta que todo la economía estuvo enferma. Si a ello sumamos la voracidad de los altos ejecutivos, quienes se asignaron antes y después de la crisis compensaciones estratosféricas, y a la imprudente concesión de créditos a quienes jamás podrían pagarlos, las condiciones estaban dadas para la catástrofe.
Cuatro años después de la caída de Lehman, todavía padecemos sus estertores. Pese al gigantesco rescate operado por Bush Jr. y Obama -muy mal gestionado, según narra su antiguo supervisor, Neil Barofsky, en Bailout (2012)- y las incipientes medidas de estímulo de los demócratas, la economía estadounidense no termina de recuperarse, mientras que las de otras naciones, como Grecia, Portugal, Irlanda o España, se hallan al borde del abismo. Pero lo peor es que la lección no parece aprendida: los mismos "amos del universo" que con su codicia produjeron la catástrofe son, en todas partes, los encargados de recomponerla. Como resumió un analista: "nunca tan pocos hicieron tanto contra tantos".
twitter: @jvolpi
Leído en: http://www.elboomeran.com/blog/12/jorge-volpi/
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