En este texto abordaré tres casos de funcionarios quienes, curiosamente, el mismo día 24 de octubre, mostraron que sus conciencias no pueden, definitivamente, estar tranquilas.
El primero es el que tiene, a mi manera de ver, la conciencia más turbia de los tres, no obstante jura y perjura que se va con la conciencia tranquila. Nos referimos, naturalmente, a Felipe Calderón, quien al hablar de las acciones de su gobierno ante las terribles inundaciones de Tabasco, dijo. “... la clave, amigas y amigos, es tener la conciencia tranquila de que se actuó conforme al deber, independientemente de la comprensión que se haya podido lograr de mucha gente frente a la adversidad”. Lo anterior, lo expresó al inaugurar el Centro Regional de Prevención. Ese mismo día en su gira por Tabasco, una vez que inauguró una planta extractora de aceite de palma en el municipio de Jalapa, comió, entre muchos platillos: “No se diga el pejelagarto y la empanada, riquísimo”, dijo esbozando una sonrisita como de adolescente contando un chiste “rojo”.
Me pregunto, ¿quién es el sacerdote que suele confesar a Calderón que lo deja tan tranquilo? ¿Será Onésimo Cepeda? Podría ser también que el Presidente no se haya confesado en estos últimos seis años y que por lo tanto, su conciencia está cada vez más “laxa”, como decía mi monja de catecismo. “Explicación no pedida, culpabilidad manifiesta”, dice el refrán. ¿Por qué cuando Calderón está a punto de dejar el gobierno, habla de “conciencia”? ¿La tendrá realmente tranquila? ¿Qué tanto?
El segundo caso, mucho más leve que el anterior, también tiene que ver con un examen de conciencia. En el suyo, reconoció que se había tratado de un “error” de su parte y pidió disculpa pública por su comportamiento. Nos referimos a la senadora del Movimiento Ciudadano, Layda Sansores. Mientras en el Senado se discutía la reforma laboral, la ciudadana arrepentida se encontraba sumamente ocupada en tanto jugaba con su iPad: “Unas mariposas. Voy a ver a mi nieta el miércoles, entonces es lo que juega y lo estaba viendo para yo poder jugar con ella. Estoy aprendiéndole. Me quedaba viéndolo, para saber qué se puede hacer tratando de anticiparlo”, dijo la senadora llana y sinceramente. Es cierto que el país en estos momentos no está para jugar a las mariposas. A pesar de ello, la arriba firmante la entiende perfectamente porque ella también es abuela y sabe lo que significa establecer una relación amorosa con los nietos. Insistimos, sin embargo, que no era el lugar más apropiado para entrenarse en esos menesteres. Esperamos, no obstante, que ese miércoles, del que habla la senadora, no haya recibido una reprimenda por parte de la nieta: “Ay, abuela, ¿por qué no entiendes el juego? ¿Qué no eres muy importante?”.
El tercer caso es igualmente patético y tiene que ver asimismo con una falta absoluta de conciencia. ¿Cómo es posible que capten a la senadora panista Mariana Gómez del Campo besándose con su novio Eduardo Solórzano, mientras en la Cámara se decidía la transparencia de los sindicatos con la reforma laboral? ¿Qué hubiera dicho Gómez del Campo si este mismo comportamiento lo hubiera tenido una senadora perredista? Seguramente, le hubieran faltado calificativos para reprobar su acto. Así son los panistas, son de doble moral y de ninguna conciencia. Arrojan la piedra y luego esconden la mano. ¿Se habrá arrepentido de su pecado contra el pudor?
Para terminar, volvamos a evocar a Italo Calvino, con el último párrafo de su ensayo, el cual le viene como anillo al dedo a uno de los tres casos, el más importante y el más grave, el de Felipe Calderón: “En aquel país de gentes que se sentían siempre con la conciencia tranquila, ellos eran los únicos que vivían siempre preocupados, preguntándose a cada instante lo que deberían haber hecho. Sabían que sermonear con la moral a los demás, indignarse, predicar la virtud, son cosas que todos aprueban con gran facilidad, de buena o de mala fe. Para ellos el poder no era suficientemente interesante como para soñar con él (por lo menos ese tipo de poder que les interesaba a los otros); no se hacían ilusiones de que en otros países no existieran las mismas lacras, aunque estuvieran mejor escondidas; y no tenían esperanzas de una sociedad mejor porque sabían que lo más probable, siempre, es que las situaciones tiendan a empeorar”.
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