martes, 17 de septiembre de 2013

Federico Reyes Heroles - Congruencia

La capital de la República vivió un episodio no deseable, pero inevitable. El Grito fue el catalizador. Gracias al profesionalismo de la Policía Federal el operativo fue limpio. Pero detrás está una discusión pendiente, la actuación de la fuerza pública en defensa del orden no es discrecional


¿Era importante ver al Presidente dar su primer Grito desde Palacio Nacional? Sí, el lenguaje simbólico es muy relevante para cualquier nación. La noche del 15 de septiembre es un referente que cruza ideologías. Pero siendo ese un motivo central e inmediato para el desalojo de la Plaza de la Constitución, había otros mucho más profundos. La CNTE ha jugado la misma carta desde hace muchos años: la extorsión con el uso de la violencia. Oaxaca es víctima emblemática de ese mecanismo de la CNTE que, año tras año, les ha dado buenos resultados medibles en pesos. Es la prostitución de la política. La CNTE trasladó su fórmula a la República y durante alrededor de un mes ha mantenido a la capital amenazada. El desafío a las autoridades locales y federales se volvió cínico. De haber salido victoriosos, la señal para el país hubiera sido terrible: sígannos, este es el camino.




Negociar, para ellos, es amenazar. Cualquier ciudad es frágil frente a individuos dispuestos a retar a la fuerza pública y a lastimar impunemente a terceros. La fórmula de la CNTE es el polo opuesto de la democracia, es una apuesta a la victoria de las minorías violentas. Eso es lo que está en juego. México se ha llevado más de tres décadas en incorporar a las minorías a las reglas democráticas. Ha invertido en esa transformación un enorme capital político y muchos recursos. Es un cambio civilizatorio que abarcó desde la labor de Martínez Verdugo por encauzar a los radicales de la izquierda hacia el camino de las leyes, hasta el otro extremo, la derecha que justificaba la violencia por motivaciones religiosas, pasando por el autoritarismo priista con representantes de todos conocidos. Ha sido un trabajo de pacificación por medio del cual los cauces legales han ido ganando espacio y asentándose en la cultura cívica y política de las nuevas generaciones. El ajuste cultural nace de los derechos individuales y del retrato cambiante de las mayorías y de las minorías a través del aparato electoral. Pero, entonces, ¿cómo explicar que por allí ronden todavía grupúsculos que defienden la vía violenta?
La responsable es la ambigüedad por parte de las autoridades en el uso de la fuerza pública para mantener la normalidad democrática. La izquierda, en las diferentes modalidades que ha adoptado a lo largo de las últimas décadas, víctima del 68, tiene en ese referente histórico un manantial discursivo muy útil. El uso de la fuerza pública y represión se convirtieron en sinónimos. La existencia de policías poco calificadas que cometen excesos siguió alimentando ese guión. Por el otro lado, Acción Nacional —desde fuera del poder— encontró cómodo sumarse a esa interpretación: el priismo represor. Al darse la alternancia municipal, estatal y del Ejecutivo federal en 2000, ya desde el poder, mantuvieron la misma lectura de la izquierda. Usar la fuerza pública siempre es riesgoso; ante sus primeros desafíos optaron por la cautela —un valor deseable—, que se convirtió en debilidad. Recordemos los machetes de Atenco.
El PRI, con su historial de represor, en parte realidad y en otra mítico, se quedó solo y también decidió ceder ante las extorsiones. Resultado: ninguno de los tres partidos nacionales ha sido congruente con el mandato del uso obligado de la fuerza pública en defensa de los propios ciudadanos. A la corta es muy cómodo. Pero la incongruencia y la indefinición son, a la larga, un suicidio colectivo. Esas minorías violentas convierten a los gobernantes en sus rehenes. Hoy los tres partidos políticos sufren las consecuencias. Cualquier minoría es capaz de desquiciar una acción de gobierno, es el peor negocio para un gobernante de cualquier signo. Nadie da un paso al frente, nadie defiende que el mando supone la obligación de la autoridad de hacer uso de ese instrumento concedido por la ley. No es un asunto de derechas o izquierdas, es parte del pacto político mínimo que hace gobernable a una nación. Todas las discrepancias son bienvenidas, pero la violencia no se vale. Todos los partidos dicen condenarla, pero no actúan en consecuencia, no son congruentes. El resultado es una democracia amenazada.
La capital de la República vivió un episodio no deseable, pero inevitable. El Grito fue el catalizador. Gracias al profesionalismo de la Policía Federal el operativo fue limpio. Pero detrás está una discusión pendiente, la actuación de la fuerza pública en defensa del orden no es discrecional. Por supuesto que todos preferimos el diálogo, pero para que el diálogo se asiente entre los mexicanos como el único mecanismo válido para actuar en política, tiene que estar claro que el otro camino —por definición compartida— no conduce a ninguna parte. Las señales deben ser consistentes. El coqueteo con cierta violencia legítima muestra que la labor de pacificación no ha concluido.
Los aplausos al operativo de desalojo deben preocupar. La sed de actos de autoridad provocada por la incongruencia es tal, que un malsano reclamo de dureza puede prender. El día que todos los gobernantes, de cualquier color, reaccionen sistemáticamente en contra de la violencia, no habrá usufructo político y éste será un país más civilizado y más pacífico.
                *Escritor


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