martes, 17 de septiembre de 2013

Roberta Garza - Los bienpensantes


A los maestros se les dieron múltiples oportunidades de retirarse del Zócalo para permitir la celebración del Grito. Celebración que, si bien ahora y por los siguientes cinco años estará encabezada por Enrique Peña Nieto y por los usos y costumbres de su partido, no le pertenece a él ni a los suyos, sino a la historia de México y a los mexicanos todos.





El plantón causó más de 700 millones de pesos en pérdidas a los comercios vecinos, evidenciando que cualquier cantidad de dinero, de publicidad y de esfuerzo que se invierta en rescatar al Centro Histórico será inútil gracias a la gustada política oficial de dejar hacer, dejar pasar: difícilmente algún pequeño restaurantero o tendero se animará a montar allí un negocio que deberá pagar impuestos, servicios y sueldos a pesar del riesgo de quedarse en cualquier momento por semanas o meses sin clientes —además de correr el riesgo de ser destruido por los “luchadores sociales” en turno—, sin que nadie se haga responsable de los daños. A estas alturas salen sobrando las causas: en los hechos ni el bienestar de sus agremiados ni la educación han sido prioridades del SNTE o la CNTE, que no fueron creados por la dictadura priista para eso, sino como mecanismos de control popular y músculo electoral a cambio de prestaciones y de privilegios que ahora ven amenazados, paradójicamente, por el regreso al poder de ese mismo partido. Que hoy estos grupos se quieran vender como defensores comprometidos de los maestros y de los niños mexicanos debía llamar a risa, pero el punto aquí es otro: ¿por qué seguimos justificando la violación al libre tránsito de las mayorías en aras de una falsa libertad de expresión de las minorías, cuando dejar escuchar las voces disidentes en ningún lugar del mundo implica permitir que se joda el respetable, salvo en México? ¿Por qué seguimos entonces confundiendo la defensa legítima por parte del Estado de los derechos básicos de los ciudadanos con el abuso de la fuerza policial? ¿Por qué al pedir que la autoridad despeje los plantones que obstruyen la vía pública le gana a cualquiera, entre insultos cargados de superioridades morales de pacotilla, el mote de oficialista o de represor?
Hay que decirlo: la mayoría de los maestros se fue antes del ultimátum dado por la policía, pero no todos. Quienes se quedaron se vieron acompañados —voluntariamente o no— por los encapuchados de siempre, y por los tubos y bombas molotov que estos blandieron, como tantas otras veces, sin miramientos. La policía entró desarmada y en relativo orden, desalojando el Zócalo sin causar muertos o heridos de gravedad: sí, uno que otro maestro recibió algún macanazo. Sí, a uno que otro policía le tocó su ladrillazo. No, eso no es represión, o siquiera autoritarismo, ni mucho menos una reedición de Tlatelolco, aunque los informados y no manipulados le apuesten al encono mostrando en las redes escenas de las protestas en Egipto, pero haciéndolas pasar como si hubieran tenido lugar en la Ciudad de México.
Aquí el problema mortal es que las políticas públicas de nuestra ciudad capital, y a veces del país entero, acaban siendo dictadas no a la luz de los mecanismos de la legalidad, ni con el interés de privilegiar el crecimiento de una comunidad crítica, próspera y moderna, sino por el miedo de nuestros líderes políticos y de opinión a ser denostados por la minoría más oscurantista, mezquina e hipócrita entre cuantas conforman lo que queda de México.
Twitter: @robertayque


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