lunes, 28 de octubre de 2013

Jesús Silva-Herzog Márquez - Contra la felicidad

El presidente Nicolás Maduro ha creado el órgano político de la felicidad. Ya existe en Venezuela un Viceministerio para la Suprema Felicidad del Pueblo. Se trata, por supuesto, de un homenaje a Hugo Chávez. El presidente venezolano ha concebido la oficina como una especie de escalera de gratitud al más allá: las misiones sociales que el Viceministerio coordinará serán llevadas "al cielo en agradecimiento a Hugo Chávez". Venezuela se dispone a ser la segunda necrocracia en el mundo. A Chávez se le ha definido ya como Líder Eterno. No es que sea simplemente una inspiración para el gobierno de Maduro, el sucesor se considera emisario de un inmortal que a veces se transforma en pajarito. Por eso el presidente venezolano duerme con frecuencia, según reveló recientemente, al lado de la tumba de Chávez. Por las noches, junto a los sabios huesos del eterno líder, reflexiona.



Viceministerio para la Felicidad: una dependencia gubernamental para proveer, desde el Estado, lo intransferible. Dedicar la política pública a conquistar lo accidental. Eso y no otra cosa es la felicidad: un accidente personal, grato, fugaz. El Estado es el más inútil de cuanto agente de felicidad pueda imaginarse. Qué feliz soy ahora que hay ministerio de la felicidad, se burlan los venezolanos. Alcanzar la felicidad por decreto; lucir radiante por obra del Estado; ser feliz como un deber de patriotismo. La infelicidad no será ya solamente una desdicha, sino un ingratitud al otro Eterno. Lo sabrán los revolucionarios desde ahora: ofende al Inmortal quien entristezca. Tal vez la oficina venezolana sea una de las instituciones más ridículas en la historia del absurdo político. El necrochavismo rinde un involuntario homenaje al gabinete de Orwell. A sus Ministerios de la Verdad, del Amor, de la Paz y de la Abundancia, habría que agregar ahora el Ministerio de la Felicidad.

Hay que decir que el ridículo chavista no es, sin embargo, exótico. Es más bien, reflejo de la moda. Tal parece que se esboza en nuestros tiempos un consenso por ubicar la felicidad no solamente como un deber personal sino como la verdadera misión de la política y de la economía. La acción gubernamental habrá de obsequiarnos, en su infinita bondad, el éxito profesional, la estabilidad familiar, el entendimiento conyugal, la salud, la satisfacción moral, el disfrute de la naturaleza, las delicias eróticas. La política nos entregará un regalo precioso: gracias a ella sentiremos la alegría de vivir. Por la sabia actuación del poder público despertaremos con una inmensa sonrisa en los labios y nos iremos plenamente satisfechos a dormir por las noches. Decía que hay algo muy contemporáneo en el risible viceministerio porque desde hace un tiempo la felicidad se ha convertido en una industria académica y en alimento cotidiano del discurso público. Hay instituciones empeñadas en medir la felicidad, como si ésta fuera mensurable. Hoy amanecí 28% más feliz que ayer pero 14% menos feliz que mi vecino. El barrio está detenido desde hace dos meses en su Índice de Felicidad Integral. Parecerá broma pero hay economistas que se empeñan en la contabilidad. Alguno seguramente se ofenderá al enterarse de que esa necedad aritmética se pone en entredicho. Hay muchos papers que documentan nuestra metodología, responderán... Gobiernos como el británico han adoptado la muy francesa idea de medir la felicidad y usar el índice para orientar la política pública. Dejemos de hablar del Producto Interno Bruto, midamos ahora la Felicidad Interna. ¿Qué importa nuestra miseria si somos tan felices?

Estas ingenierías de felicidad colectiva corresponden al ensanchamiento del poder público. Un Estado tan potente que resulta antidepresivo. Los jacobinos franceses pensaron que estaban fundando la felicidad. La revolución no era origen de la justicia o el bienestar: era la partera de la felicidad humana. Por eso Saint-Just llegó a decir que la idea de la felicidad era una idea nueva en Europa. La abolición de la religión para el marxismo significaría el fin de la felicidad ilusoria y la fundación de la felicidad real. No necesitaremos ya el opio aquel: seremos auténticamente felices. Uno de los títulos de Stalin era precisamente "jardinero de la felicidad humana".

Es necesario escapar de la cárcel de una libertad obligatoria. Darle la bienvenida cuando aparezca y saberla soltar cuando nos abandona. Reconciliarse con la desdicha, disculpar nuestros tropiezos, aceptar las visitas de la tristeza. Ser feliz es, desde luego, un derecho. No puede ser una obligación y mucho menos, un decreto del poder público. La felicidad pertenece a la órbita privada y debe permanecer ahí. No sería aceptable una definición imperativa, aplicable a todo mundo. Al poder público corresponde, por supuesto, la defensa del interés común, pero nunca definir la ruta de la felicidad ni proclamar su sentido verdadero. "El objetivo de la política no es la felicidad sino la libertad", dijo Cornelius Castoriadis hace casi 20 años. Sigue teniendo razón.

 
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Twitter: @jshm00

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