Como cada año, este también se celebró el aniversario del derecho de las mujeres mexicanas al voto, que se consiguió en 1953. En el festejo oficial, el presidente Peña Nieto dijo que había enviado una iniciativa al Congreso para que 50% de las candidaturas de los partidos para diputados y senadores fueran para las mujeres, incluídas las suplencias para evitar el “juanismo” que como se recordará, consiste en que la suplencia a una candidatura femenina sea masculina, para que una vez pasada la elección y cumplido el requisito de la cuota, la elegida renuncie dejando en su lugar a un hombre.
Los aplausos fueron fuertes, y la presidenta del Instituto Nacional de las Mujeres dijo que “la participación femenina en la vida política califica la calidad de la democracia y es central para su desarrollo”. Algunas aprovecharon para pedir que se incluyan más mujeres en cargos públicos.
He aquí dos temas para reflexionar: uno, el de las cuotas y otro, el de la concepción de las mujeres como entes que mejoran la vida política nacional.
Por lo que se refiere al primero, sabemos que las cuotas se inventaron como parte de las acciones afirmativas para nivelar la falta de oportunidades que históricamente han tenido las mujeres para participar en la vida pública. Según algunas feministas, esto realmente ha servido para ello, de modo que están en instituciones, parlamentos y empresas, lo cual a su vez ha mejorado el desempeño de éstas. Pero, como hemos visto, también ha servido para que con este pretexto muchas oportunistas se cuelen y lo que es peor, que entren personas mal preparadas en lugar de las más capaces.
Por lo que se refiere al segundo punto, la moda discursiva según la cual las mujeres son un dechado de virtudes que asegura un mejor ejercicio del poder, es una enorme mentira. No hay nada que permita afirmar que las mujeres son todas y por definición, responsables, sensatas, generosas, con vocación social y de servicio público, con compromiso con la justicia y la democracia. ¿En base a qué se decide que las mujeres tienen esas cualidades? ¿A partir de qué se puede asegurar que ellas son seres más morales que los varones?
Decirlo significa atribuir como natural a la feminidad virtudes particulares como compasión, paciencia, sentido común, no violencia, lo cual remite al estereotipo de la madre, de la mujer como cuidadora, como si estuviera más allá de preocupaciones “varoniles” tales como la ley, la razón, las ideas abstractas y como si estuviera por encima del oportunismo, el narcisismo y la ambición.
Y no es así. Hay mujeres que buscan llegar al poder a toda costa, aún por vías ni democráticas ni meritocráticas y que aprovechan los argumentos mujeristas y la existencia de las políticas afirmativas (como las cuotas) para colocarse ellas mismas o para defender intereses particulares. Las mujeres pelean una contra otra y contra los hombres por puestos, prebendas y reconocimientos y pueden ser tan agresivas como cualquier hombre, mientras que también hay hombres cálidos, generosos y comprometidos.
De modo pues que si bien es cierto que como dice Marcela Lagarde, seguimos teniendo que negociar el grado de exclusión, también lo es que tenemos que repensar estas acciones a partir de sus resultados.
Por eso ya es hora de dejar atrás este tipo de acciones afirmativas, que dan pie a acciones retóricas y a discursos mujeristas con los que se adornan los poderosos y aceptar que para cualquier cargo lo que debería importar es el talento, la capacidad y la experiencia de las personas y no su género. En el caso específico de las mujeres, lo importante no es si llega a un puesto de poder una mujer o un hombre, sino si esa persona tiene una agenda de género, la cual consiste de manera muy puntual en luchar por mejoras específicas en la condición de la mujer: legales, de trabajo, de políticas públicas.
sarasef@prodigy.net.mx
www.sarasefchovich.com
Escritora e investigadora en la UNAM
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