martes, 22 de octubre de 2013

Francisco Valdés Ugalde - Federalismo, el agujero negro

La ausencia de un pacto federal acorde con los tiempos democráticos ha llevado a las finanzas públicas al borde de la insolvencia. Pero los problemas del federalismo no se agotan ahí sino que empañan las relaciones políticas. En la agenda nacional han emergido las demandas de crear un Instituto Nacional de Elecciones que sustituya a los institutos estatales, de ampliar la competencia del IFAI a la rendición de cuentas de los estados; los reclamos de la Auditoría Superior de la Federación de que los gobiernos de los estados no rinden cuentas de los recursos que les entrega la Federación y de que sus facultades son insuficientes para fiscalizarlos. El “caso” Granier es solamente la punta de iceberg en un gélido archipiélago de corrupción. En los últimos días está presente, además, la decisión legislativa de retirar de manos de los gobiernos estatales la nómina magisterial y devolverla a la SEP.





Todo esto evidencia una agregación de conflictos sobre la estructura del federalismo que debemos atender con urgencia pues, sumados, esos cuantos problemas enunciados constituyen un verdadero agujero negro que, como los cósmicos, absorben la energía de todos los cuerpos a su alrededor, haciéndolos desaparecer en sus entrañas.

Desde antes de la promulgación de la Constitución Federal de los Estados Unidos Mexicanos de 1824, las tensiones políticas entre facciones y regiones llevaron a la superposición de un federalismo de jure con un centralismo de facto. En el siglo pasado, el Porfiriato en su última etapa y el “régimen de la revolución” combinaron un centralismo fuerte, de hecho, sobre un federalismo de palabra que nunca se consolidó en un pacto armónico y una división de funciones digna del nombre. Desde los años treinta del siglo pasado, la estabilidad política se obtuvo a costa del federalismo, extrayendo funciones a los municipios y a las legislaturas estatales. El Poder Judicial ya había quedado sojuzgado en los años veinte. De este modo la fórmula del presidencialismo fuerte se convirtió en el mecanismo de gobernabilidad por excelencia. Salvo excepciones, el control político se obtuvo de manera continuada; contumaz.

En las últimas décadas del siglo XX, este mecanismo se corroyó, al grado de perder legitimidad frente a una pluralidad de actores incontenible para el viejo sistema y ocasionó el mayor tránsito del autoritarismo a la democracia que ha habido en México. Cabe preguntarse ¿una vez que se derrumbó el edificio de control político autoritario, cómo se ha resuelto la cooperación sin un nuevo sistema de control? Los escándalos de endeudamiento y corrupción en Coahuila, Tabasco y otras entidades (y los que seguramente habrán de aflorar) son síntomas de una derrama incontrolada de recursos desde el gobierno central hacia las entidades federativas y de una voracidad de los gobiernos de las mismas por endeudarse hasta límites inconcebibles. La cooperación es depredación.

La desaparición del viejo control político no ha sido sustituido por una coordinación que sea al mismo tiempo democrática y transparente. ¿Dónde está, entonces, el sistema de pesos y contrapesos que en la democracia controla el poder? ¿En donde la función de las legislaturas de los estados para llamar a cuentas y controlar los impulsos dispendiosos de los gobernadores? ¿Dónde han ido a parar esos dineros del pueblo? ¿De qué manera se ha atacado la desproporción entre recaudación en los estados y recaudación en la Federación?
Debemos partir de que un federalismo digno de ese nombre nunca ha existido en México. También hay que reconocer que el desequilibrio de los mecanismos de coordinación, cooperación, competencia, conflicto y jerarquía entre los actores, poderes y niveles de gobierno que los comprenden es un atasco para el desarrollo, para la convivencia, para el desarrollo de la comunidad política.

Precisamente esta deficiencia, este agujero negro, es un barril sin fondo de recursos y energía. Aunque los pueblos tienen el gobierno que se merecen, es necesario plantearse que la república hoy está en condiciones de sacudirse esa lacra mediante una reforma política que incluya el sistema federal. Es un buen momento para hacerlo, considerando que se ha puesto en primer plano la reforma de la fiscalidad del Estado, y de que uno de los actores más recalcitrantes son los gobiernos estatales. Llamarlos al orden mediante un acuerdo federal de nuevo tipo contribuiría a legitimar esta transformación, al mismo tiempo descentralizando responsabilidades y fortaleciendo (o creando) instituciones sólidas para controlar el poder de recaudar y gastar mediante la rendición de cuentas.
Paradójicamente, el “feuderalismo” nació junto con la democratización pluralista del sistema político. Es tiempo de acabar con él antes de que engulla irreversiblemente a la segunda y se convierta en un motivo para acentuar el centralismo y revivir el autoritarismo.


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