En Tiempo mexicano, Carlos Fuentes reparó en el uso simbólico que se ha dado a la botella de Pepsi-Cola en San Juan Chamula. En aldeas remotas, quien controla los refrescos tiene una fuente de poder. No es casual que en la iglesia San Juan Chamula, el oficiante beba aguardiente en una botella de Pepsi, identificada como talismán de mando.
Fuentes contrasta esa botella con el espejo humeante de Tezcatlipoca, en el que se asomó Quetzalcóatl.
Al ver su rostro, el dios ilustrado prefirió huir. Incapaz de aceptar su compleja identidad, dejó a su pueblo a merced de una mezcla de identidades. El país de la serpiente emplumada tendría otros dioses tutelares; entre ellos, Pepsicóatl.
Los refrescos definen lo que somos, según lo detectó Rubén Gámez en 1965, en su película La fórmula secreta, rebautizada como Coca-Cola en la sangre por una escena en la que se hace una transfusión con el líquido burbujeante.
También Daniel Sada se ocupó del esotérico papel de los refrescos en sitios muertos de sed. Narrador del desierto, concibió un cuento (incluido en Registro de causantes) sobre una apartada ranchería en la que corre el rumor de que la bomba atómica ha sido encerrada en una botella explosiva.
Al destapar una soda, se puede acabar el mundo.
En pueblos que parecen pertenecer al neolítico, la única señal de “progreso” son los camiones de refrescos. En 1989, cuando escribía el libro de Viajes por Yucatán Palmeras de la brisa rápida, llegué a una comunidad maya en la que oí decir a un joven en una tienda: “Diet Coke, ba hux?”.
El asombro de que se preguntara en maya por el precio de una Coca de dieta fue relevado por la desolación de que no hubiera nada más por qué preguntar.
Los refrescos dominan la dieta, la economía y las conciencias. De manera consecuente, tenemos el índice más alto de obesidad infantil, triste récord mundial que compartimos con otro, el de mayor exposición a anuncios de comida chatarra en televisión.
La enfermedad se promueve como una golosina.
El gobierno de Peña Nieto, pródigo en proponer reformas que se empantanan y son relevadas por otras propuestas, ha decidido afectar una zona neurálgica de nuestra realidad: el agua azucarada.
Si lo logra, limitará las ganancias de la industria de la diabetes embotellada. Sin ser un logro equivalente a la expropiación petrolera, sería un paso significativo.
La reforma fiscal ha sido justamente criticada porque exprime a las capas medias que pagan impuestos. En un país donde un oligopolio logra, gracias a su estrategia fiscal, regresar en impuestos 2 por ciento de sus utilidades, y donde millones de trabajadores informales no están dados de alta en Hacienda, los contribuyentes comunes entregamos hasta una tercera parte de nuestros ingresos a un gobierno que no rinde cuentas claras al respecto.
No es casual que la reforma haya encontrado resistencia. Una de sus pocas bondades es el impuesto a los refrescos.
Las compañías embotelladoras reaccionaron proponiendo cambios en sus recetas para ofrecer bebestibles menos nocivos (aceptación tácita de que intoxican dulcemente a la población). Sería gravísimo que la reforma se suavizara por esa vía, confundiendo la ausencia de veneno con el alimento.
Pero hay otro problema que atender. En el país de Pepsicóatl, millones de personas sienten que comieron porque tienen la barriga inflada de gas. La principal “virtud” de los refrescos es que son “llenadores” en un país de desnutrición.
¿Qué va a beber la gente a la que no le alcance para destapar un Sidral? El agua purificada es cara y la salmonela abunda.
Especialista en simular que la selección anota porque toma agua con burbujas, la industria refresquera ha lanzado una campaña en la que habla del daño que sufrirá la economía con el alza de precios a los refrescos. No hay duda de que uno de los sectores más dinámicos (e inútiles, desde el punto de vista del contenido) sufrirá lo suyo.
La solución no es apoyar a quienes le ponen azúcar al agua sino crear otros empleos.
Estamos ante un posible cambio de hábitos cuyos alcances no se han valorado del todo. México ha vivido en éxtasis refresquero, bebiendo un ansiolítico que hace daño y calma por un rato. ¿Con la modificación de las costumbres se modificará nuestro carácter?
En 1983, Steve Jobs se acercó a John Scully, máximo directivo de Pepsi Cola, para pedirle que pusiera su habilidad publicitaria al servicio de la renovación digital: “¿Quieres vender agua azucarada por el resto de tu vida o quieres cambiar el mundo?”, le preguntó.
Scully aceptó trabajar en Apple y, gaseoso al fin, traicionó a Jobs. El ejecutivo de Pepsi era tan difícil de cambiar como la fórmula de la Coca-Cola.
El impuesto a los refrescos no traerá el regreso de Quetzalcóatl, pero propiciará una transfiguración económica no menos extraña: tener azúcar en la sangre permitirá pavimentar calles.
Leído en http://criteriohidalgo.com/notas.asp?id=200898
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