El papa Francisco envió a la inauguración del Foro Económico Mundial de Davos, Suiza, que reúne a 40 jefes de Estado y a numerosos directivos de empresas multinacionales, un discurso sobre la desigualdad.
La desigualdad es una palabra con la que un Premio Nobel de Economía, como Joseph Stiglitz, y un filósofo, como Zygmunt Bauman, vienen tratando de sacudir la conciencia de quienes discuten y deciden el destino político y económico de la humanidad.
El hecho de que se haya invitado al obispo de Roma a hacer un llamado, en Davos y desde Davos, a construir un modelo económico basado en una distribución más justa de la riqueza y en el que se tome en cuenta la dignidad humana, denota la profunda preocupación por la aparición de una Europa cada vez más pobre.
El judío polaco Zygmunt Bauman, autor del término tiempos líquidos, ha dado cuenta de cómo en países altamente desarrollados como Estados Unidos y la Gran Bretaña la pobreza tiene el mismo rostro de hambre y devastación que mostraba en el siglo XIX.
La desigualdad y no sólo la pobreza es la amenaza que se levanta sobre el nuevo milenio. Cada vez un mayor número de investigadores coinciden en que la violencia —caso Michoacán—, el terrorismo, el crimen organizado —caso México—, los suicidios, la depresión de las sociedades tienen su raíz en dos mundos contrastantes que se miran, pero no se parecen entre sí.
En uno, domina el desempleo o subempleo, los bajos índices de educación, salud y calidad de vida; y en el otro, los 85 ricos que, según el informe de la ONG Oxfam, tienen una fortuna que equivale a lo acumulado por el 50 por ciento de los pobres del mundo.
El discurso del papa argentino llegó a Davos después de que la Organización Internacional del Trabajo (OIT) publicara, en su más reciente informe, que el desempleo a nivel mundial alcanza en la actualidad a 202 millones de seres humanos.
La OIT atribuye el desempleo masivo a la economía especulativa, a que pocos —o nadie— invierten en generar fuentes de trabajo, y muchos, sobre todo los más acaudalados, prefieren obtener ganancias a través de la Bolsa y de un sofisticado andamiaje financiero.
México llega a Davos en un contexto de crisis mundial, en el que no sólo la economía, sino la política y la democracia occidental se encuentra severamente cuestionada.
Una democracia que, para la mayoría de la población —para ésa que se manifiesta lo mismo en una España en bancarrota que en los países africanos, asiáticos, orientales o latinoamericanos—, ya no sirve para dar respuesta a lo que necesita la gente.
México, entonces, aterrizó en el Foro Económico Mundial con un paquete de reformas modernizadoras —energética, telecomunicaciones, fiscal y de transparencia—, pero al mismo tiempo con un portafolio a reventar de problemas sociales, cuyo origen está precisamente en la desigualdad.
La visión del presidente Enrique Peña Nieto coincide con la del papa Francisco. Fenómenos como el de la violencia sólo pueden ser arrancados de raíz atendiendo lo social, pero ¿cuántos de los jefes de gobierno y líderes que asistieron a Davos, a ese manicomio liderado por una elite internacional cuya forma de hacer negocios constituye un suicidio para la humanidad, habrán tenido oídos para escuchar al sumo pontífice?
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