Joel no sabe dónde estuvo entre el 4 de diciembre y el 3 de enero pasados. “Olía a toronjas (pomelos), estábamos acostados en una parcela de tierra, con árboles encima, es todo lo que sé”. Él y otros tres hombres, atados entre sí y sin apenas poder hablar. “Nos golpeaban si conversábamos”. Joel tiene 30 años y vive en un poblado rural del municipio de Buenavista, Michoacán (México). La localidad, de unos 42.000 vecinos, se levantó en armas hace once meses, cuando los ciudadanos se hartaron de los abusos del cártel de los Caballeros Templarios, una escisión de la Familia Michoacana que domina la región de Tierra Caliente desde su aparición en 2011. Durante años, ha sometido a la población de la zona a extorsiones, secuestros, violaciones y asesinatos. La actividad de los Templarios, que controla buena parte del tráfico de droga en México, ha convertido a Michoacán en uno de los estados más violentos del país. Tan solo en 2013 hubo 990 homicidios.
A este joven, soltero y dedicado al empaque de limones, el crimen organizado lo “levantó” una tarde mientras se encontraba haciendo recados en el municipio de Apatzingán, considerado bastión de los Templarios y núcleo económico de la región, con 80.000 habitantes.
“Lo secuestraron porque nos tenían prohibido ir allí”, dice su padre. “Aquí nos conocen a todos y pienso que vigilaban las llegadas en transporte público”. A Joel lo alcanzó un coche con cuatro hombres armados. “Súbete”, le dijeron mostrando las armas. No forcejeó. Se montó con ellos y enseguida le taparon los ojos con una camiseta. “Noté que llevaba una pistola apuntándome en la sien”. Así todo el camino. “Fue largo, pero no sé por dónde me llevaron”. Esa misma noche –y las siguientes- una voz lo interrogó a patadas. Los golpes eran en el lado derecho del cráneo. Hoy todavía le duele. “Me preguntaban si yo era de las autodefensas, y qué sabía. Si decía que nada, me insultaban y amenazaban con matarme, pero era la verdad”.
Durante 15 días no vio nada. Después, le destapaban los ojos para ir al baño. “Nos daban una pala para que enterráramos los excrementos en la tierra”. Por lo regular no comían, “solo si les sobraba a ellos, nos daban una tortilla, algo de pan… pedíamos a veces que nos pasaran una toronja. Llegaron a darnos un vaso de agua para cuatro por todo alimento en una jornada”. Joel pensaba que lo iban a matar: “Decíamos: pues ya que lo hagan de una vez, para qué nos tienen tanto tiempo aquí”. Sin embargo, el 3 de enero los secuestradores le comunicaron que ya habían investigado lo suficiente: “No tienes nada, te vamos a soltar”, dijo uno de ellos. Los subieron a un coche, después a otro y al final solo le dijeron: camina en esa dirección. Llegó a su casa a las tres de la tarde. Su padre cuenta que acudió a una mujer que leía las cartas para que diera con el paradero de su hijo. “Sabía que no estaba muerto, él no debía nada“, susurra.
Joel no puede dormir bien. Tampoco Rita Magaña, la madre de María Mariscal, edil del PRD (la izquierda), de 32 años y del mismo pueblo a la que también secuestraron aquella tarde en Apatzingán. La muchacha estaba embarazada de cuatro meses y preparaba un viaje a Estados Unidos. Fue en su coche, un Honda Accord azul turquesa. Nada se ha sabido tampoco del vehículo desde entonces. Su madre participó en octubre en una marcha organizada por las autodefensas para echar a los Templarios de Apatzingán. Aquel día un ataque con granadas repelió la toma de la ciudad por parte de los civiles. “Pienso que eso puede haberle perjudicado, pero íbamos muchos, no solo yo”, se justifica desesperada. Algunos miembros de la familia creen que el alcalde, expulsado por las guardias comunitarias en febrero, puede ser el responsable: “María no siempre estaba de acuerdo con lo que le pedían firmar en el Ayuntamiento y lo decía”. Pasan los días y la investigación no avanza. “La policía nos pregunta a nosotros si sabemos algo”, se queja su hermano.
La muchacha tiene un hijo de 12 años, Aarón. El joven estudia secundaria, le gustan las matemáticas y muestra con tristeza las fotos de su madre, que tiene sus mismos ojos. “A María le gusta la fotografía, es buena persona, ayudó a mucha gente durante la campaña electoral”, dice Rita Magaña. En la casa familiar viven diez personas. “Un día llamaron por teléfono para decirnos que María ya venía por la carretera, que iba escoltada. Todos nos abrazamos y salimos fuera a esperarla. Se hizo de noche y nunca llegó”, comenta Juan, su hermano pequeño. “La gente solo busca reírse de uno”.
La situación en Buenavista, donde durante años los vecinos aguantaron la extorsión del narco, es la misma que se vive en Apatzingán desde hace una década. “Llegaban los municipales a la tienda y le pedían a mi madre, que vende poco, algo para contribuir”, relata Juan. En la capital de la zona, a unos 30 kilómetros, el drama continúa: “No puedo seguir hablando de Dios, de la vida, cuando apesta a muerte”, dijo hace unos días uno de los vicarios de la catedral, Gregorio López, después de la quema del consistorio. Los sacerdotes, que han denunciado en varias cartas la violencia, también han sido amenazados. “La Iglesia es la única institución que no han podido tomar [Los Templarios]”, asegura su compañero, el padre Adrián Alejándrez Vázquez. “En un inicio no fue culpa solo del Gobierno. Todos tuvimos culpa: Iglesia, sociedad civil… Nos acostumbramos a callar, a solapar. Durante años fueron ellos los que lo solucionaban todo".
Para paliar el dolor, la diócesis decidió en septiembre formar a un grupo de personas de apoyo a las víctimas, la pastoral del consuelo. “Cada día visitamos una casa distinta. Con ellos rezamos, los escuchamos o simplemente estamos a su lado, para que sientan que no están solos”, explica Irene. El patrón de historias se repite: familiares degollados, sin piernas o simplemente desaparecidos. “Prefiero ver a mis hijos muertos que despedazando a otro ser humano”, asegura esta madre creyente. Relatos como el de Rita, el del padre de Joel, se escuchan a diario en todas las colonias de la ciudad. No hay estadísticas de victimas porque muchos se han marchado. “Prefieren no denunciar y huir”, dice el párroco.
Otro de los compañeros de la pastoral, Josafat, sabe bien lo que es la extorsión. “Hace diez años tenía una joyería. Luché toda mi vida para progresar, pero tuve que cerrar y ahí he dejado el negocio. Si quieres vender una propiedad ellos son los que te compran, o te dicen: le compro la vida”. Ahora se dedica a criar vacas: “Hace un año que no vendo ni una porque me quieren cobrar un peso por kilo”, afirma este hombre que se resiste a ceder a la presión del narco.
Desde hace más de una semana la ciudad de Apatzingán amanece resguardada por policías y militares del Gobierno de Peña Nieto. Las clases se han reanudado y los comercios comienzan a abrir. “Vivimos en un ambiente de zozobra”, dice el padre Adrián. “La situación es mejor que hace unos meses, pero estamos esperando a que las autodefensas entren en cualquier momento”. A menos de 20 kilómetros, hace dos días, hubo un nuevo ataque entre Templarios y civiles en comunidad de La Cofradía, en Parácuaro. La semana pasada, los ejecutivos federal y estatal firmaron un convenio para paliar la violencia en Michoacán. Unas horas después, dos hombres del municipio vecino de Antúnez fallecieron en un enfrentamiento con las fuerzas de seguridad, que trataban de desarmarlos. En las últimas semanas, la tensión había crecido al mismo ritmo que las guardias comunitarias se hacían con el control del territorio. Aunque la presencia del Ejército dificulta ahora una acción violenta, nadie descarta la llegada de los comunitarios a la ciudad. “Apatzingán es la joya de la corona. Quien la controla, tiene toda la región”, afirma el sacerdote, mientras reflexiona sobre el papel de la Iglesia en el conflicto. “Nosotros estamos para consolar, para estar con las víctimas, pero, ¿qué sigue?, ¿quién va a detener a los asesinos?”
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