“Usted lo llama monopolio; yo
lo llamo empresa. Ahora dígame
algo: ¿por qué estoy aquí?”.
Respuesta de John D. Rockefeller
al Juez federal en su comparecencia
Lo primero es despersonalizar la discusión. No se trata de cazar demonios y prohijar santos. Los primeros tratando de vaciar los bolsillos de los mexicanos y los segundos en el papel de redentores. Imaginar a Carlos Slim y a Emilio Azcárraga con colmillos de Drácula llenándose el estómago de sangre puede satisfacer el ánimo de venganza, pero es una aproximación bastante superficial. Aclaro que he mantenido relaciones profesionales con ambos consorcios, pero nunca he sentido algún intento mínimo de injerencia en mis comentarios. Personalizar el debate es la vía más demagógica para aproximarse a un asunto complejo y apasionante: la naturaleza de los grandes empresarios.
En México la palabra empresario genera suspicacias justificadas. Casos como Mexicana y Oceanografía, por citar sólo dos, explican el resquemor. Dejemos atrás las emociones y mejor recuperemos a Joseph A. Schumpeter, el brillante economista de origen austro-húngaro que indagó en los laberintos de la mecánica empresarial. Las preguntas clave están allí. ¿Queremos empresarios agresivos? Sí, es la respuesta. El mundo con el cual estamos obligados a enfrentarnos en el Siglo XXI está poblado de esa especie. Admitamos que en la naturaleza de todo empresario está la intención de apropiarse de la mayor porción de mercado que pueda.
Pero para lograrlo debe mirar al futuro, innovar, invertir, arriesgar en territorios despreciados por otros o simplemente desconocidos. Son esos empresarios los que encuentran ausencia de competidores y ello les permite apoderarse de ciertos mercados. Vanderbilt incursionó en la actividad naviera y después en los trenes a mediados del XIX y arrasó durante décadas.
Rockefeller apostó al oro negro y en poco tiempo se convirtió en el zar. Carnegie creyó en el acero; J.P. Morgan fue tras de la electricidad y creó General Electric y Ford se lanzó al automóvil popular. Los ejemplos abundan, el acero en el caso de los Krupp. De allí la necesidad de la “destrucción creativa” de Schumpeter para reponer las condiciones de competencia.
En esto el mundo no ha cambiado demasiado. Son los aventurados los que generan nuevas fórmulas de riqueza. Los países necesitan de esos aventureros. Creer en el potencial de la radio, en 1930 con la “W”, o en la telefonía móvil hace un cuarto de siglo fueron aventuras que implicaron riesgos y tuvieron retornos desmesurados como los que aportan productos o servicios novedosos. Steve Jobs o Bill Gates hicieron lo propio en sus áreas y Zuckerberg con Facebook. ¿Queremos empresarios agresivos? Sí, muchos más. Pero hoy sabemos que incluso el éxito debe ser regulado, la falta de competencia cancela opciones a los consumidores y daña los bolsillos de los ciudadanos. En el centro de la discusión siempre debe estar el consumidor. La innovación y el riesgo pagan muy bien.
Cuando eso ocurre, cuando aparecen condiciones de predominio, oligopolios o monopolios, los beneficios de la competencia se pierden, se cae en una espiral de control que impide aparecer y crecer a nuevos empresarios con apetito, con ánimo de innovación que son los que todo País necesita. Es curioso cómo muchos de los innovadores han terminado en los tribunales, de Rockefeller a Gates. Imaginar que un empresario voraz se baje por sí mismo de su tren de éxito es de una enorme ingenuidad. Para eso está el Estado, para garantizar que el éxito no cancele las oportunidades a nuevos empresarios. La paradoja es apasionante, en el fondo se desea que los nuevos empresarios tengan una voracidad que compita con sus antecesores. Por eso los mejores mercados son aquellos que están regulados, sólo así se puede garantizar la meta suprema: que el consumidor salga beneficiado, que la calidad de vida de los moradores mejore, que la sana competencia mantenga una tensión en todos los mercados.
Fue el éxito de Rockefeller lo que provocó la primera reglamentación, la llamada Ley Sherman de 1890. El prominente empresario anduvo prófugo durante un buen tiempo. Por supuesto que su naturaleza no cambió, ningún gran empresario pierde apetito o ánimo de voracidad frente a los mercados. Pero ese ser que puede ser presentado como engendro del mal normalmente tiene una historia de riesgo, de aventura, de innovación y también de astucia para evadir las limitaciones legales. Es misión del Estado la vigilancia constante para así permitir que los mercados estén abiertos a los nuevos aventureros que serán potencialmente igual de peligrosos que sus antecesores. La regulación de los mercados en México es muy reciente y necesita fortalecerse. Reglas claras, igualdad de condiciones formales para todos y ojos alertas. Sólo así tendremos mercados competitivos y mayor bienestar. La decisión del IFT es histórica pero alejémonos de los demonios y los santos, esa es una novela muy aburrida.
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