Félix Terrones |
Mañana, cuando ya no estés
Los llantos comenzaron a la hora de siempre, solo que esta vez algo los calló de improviso, como si de repente el ruido se llenara de algodones.
En su cama, Otilia sólo atinó a cerrar los ojos. Esperó. Uno, dos, cinco, varios minutos. El silencio seguía cayendo desde unas alturas imposibles hasta el borde tenebroso de un precipicio. Ya no quería recordar cómo fue que todo empezó; de hecho, al inicio nada había sido así. O, mejor dicho, nada había parecido ser de esa manera.
Recordaba la primera impresión que tuvo de ellos, sentados en el comedor. Ella, una de esas señoras que había visto en el aeropuerto, hermosas y lejanas, educadísimas; él, aunque taciturno, y con la mirada perdida, parecía atento a lo que decía su mujer. Le dijeron, o al menos eso fue lo que ella entendió, que la aceptaban, se quedaría en el cuarto de al fondo, justamente el que estaba al lado de donde dormía el pequeño Louis, ¿decía que era peruana, no?, terminó la señora. Después, el señor se fue a su cuarto, aquel donde se encerraría ese día y los siguientes.
Pese a que no hablaba el idioma de ellos, poco a poco empezó a darse cuenta de que algo ocurría, de que algo pujaba por emerger por encima de tanta amabilidad, desde lo más profundo de los rencores y la frustración. Rodeado de un equipo médico, oxígeno, tubos, reanimadores, Louis se aferraba (sin saber que lo hacía) a la vida. Otilia le contaba de su pueblo allá en los Andes peruanos, lo bonitas que eran las casas, lo lindos que eran los animalitos. Algún día lo llevaría, se lo prometía, para que conociera.
Sin embargo, también le contaba lo otro, que antes de venirse a Francia había perdido un hijo, también de dos años. Se sentía culpable de contarle eso a la criatura, pero no podía impedírselo a sí misma. ¿Qué le habría pasado al niño Luisito para que se quedara así? Mientras tanto, cada noche, a la hora de siempre, lo escuchaba llorar.
Otilia se levantaba e iba a verlo. Desde su cama, él la miraba con expresión suplicante, como pidiendo algo que no pedía. Ella le acariciaba la cabeza, le decía que ya estaba, no pasaba nada. Luego se echaba a dormir en el suelo, como hacía en su pueblo, sólo que esta vez era en el último piso de un edificio en pleno centro de París, una ciudad que no la entendía.
Una vez, mientras regresaba a su cuarto, la escuchó: era la señora que sollozaba, bajito, pero sollozaba. El señor parecía decirle algo que a ella le sonó a consuelo. O amenaza.
Al día siguiente, a la hora del desayuno, todo fue como siempre, ella sonreía y él miraba a cualquier parte. Pero Otilia ya no se dejaba engañar, sabía que pronto algo, algo indecible ocurriría. Tarde o temprano. Acaso fue aquella tarde, cuando ninguno de los señores estaba en el apartamento y Otilia se animó a entrar en el cuarto. Entonces, fue que los vio o, mejor dicho, los reconoció.
Recordó la iglesia de su pueblo en cuyas paredes también estaban la madre con el hijo, estirado en sus faldas, debajo de la cruz. Eran decenas de cuadros en los cuales se repetía la misma escena, solo que ninguno estaba terminado, a todos les faltaba el rostro de la madre. Cuando se dio cuenta, ella lloraba mirando todos esos cuadros; ni siquiera advirtió el momento en el que el señor había entrado. Nadie le dijo nada, pero al día siguiente, durante el desayuno, los señores se odiaron.
No les importó que ella estuviera allí, sin entender su idioma, intentando desesperadamente hacer como si no estuviera. Él le increpaba, ella parecía justificarse. Después, el señor salió gritando del comedor y se encerró en el cuarto donde pintaba. Se escucharon cosas contra el suelo, cosas que se hacían trizas repetidas veces.
Otilia apenas reaccionó cuando la señora le dio a entender que se fuera de la casa, aquí tenía unos euros para vivir un tiempo más, mañana ya no quería verla en el apartamento. ¿Le habría dicho de verdad aquello o entendió mal, o lo soñó?
Otilia sigue cerrando los ojos, intentando olvidarlo todo, no pensar en qué sería de su vida de ahora en adelante ni por qué razón Luisito ha dejado de llorar. Entonces, llega la luz de la mañana, limpia, ligera y alba como una palabra no dicha, un papel dejado en blanco, una ciudad que despega sus ojos al precipicio en el que lentamente todos seguimos cayendo.
*Félix Terrones (Lima, 1980) escritor, crítico y traductor peruano residente en Francia desde el 2004. Asistente en la Université François Rabelais de Tours. Doctor en literatura por la Université Michel de Montaigne - Bordeaux III donde se graduó con una tesis dedicada a los prostíbulos en la novela latinoamericana. Autor de la colección de novelas cortas A media luz (PUCP, 2003) y de la novela El silencio de la memoria (Mundo Ajeno, 2008). Editor de la obra de Sebastián Salazar Bondy para la Biblioteca Ayacucho de Venezuela. Traductor del colectivo Rebelión.org. En la actualidad termina su nueva novela La tierra prometida, al tiempo que prepara un libro de ensayos dedicado a los prostíbulos en la literatura latinoamericana.
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