Este espacio iba a ser dedicado a otro tipo de bullying:a la violencia política y mediática que practicó el senador Ernesto Cordero todos los días y a lo largo de toda la campaña interna por la dirigencia nacional de su partido.
Pero la noticia de que el niño tamaulipeco de 12 años Héctor Alejandro Méndez había muerto víctima de bullying obligó a esta casa editorial a dar cierto giro al tema.
No podíamos —como publicación socialmente comprometida con el país— permanecer indiferentes ante un hecho inaceptable que lanza ominosas señales sobre el deterioro moral que hoy sufre la población junto con las instituciones.
Héctor Alejandro Méndez fue asesinado. Murió como consecuencia de que cuatro de sus compañeros de escuela lo aventaron de cabeza en dos ocasiones, causándole muerte cerebral, ante la indiferencia, dicen algunos, de su maestra.
La frase del niño: “maestra, dígales que ya no me molesten”, gritada y repetida por la madre en los medios de comunicación para demostrar que la actitud abúlica del personal docente de la Secundaria Número 7 de Ciudad Victoria causó la muerte de su hijo, se convierte hoy en un lema de denuncia.
En sus palabras va la síntesis de una sociedad injusta, ciega y muda que permite el abuso. Que considera normal el uso de la violencia; apoltronada lo mismo en el aula, que en la casa, en los medios de comunicación, en el trabajo o en los procesos electorales.
La violencia en México es ya una forma de vida, de ser y de pensar.
Cordero, por ejemplo, confunde la competencia con la aniquilación del adversario. Tanto en su intento por convertirse en candidato a la Presidencia de la República como por llegar a la dirigencia nacional del PAN, recurrió a la campaña negra, a la guerra verbal y de intimidación para destruir a sus contrincantes.
Cordero, como muchos otros mesiánicos, considera que la única forma de hacer política es ocasionando estigmas. La violencia verbal y sicológica practicada en el Congreso y desde los partidos debería ser considerada una variante de bullying.
Sobre todo, porque para combatirlo integralmente, sea en la familia, en la escuela o en la calle, se requiere que los principales protagonistas de la vida pública sean capaces de dar otro tipo de ejemplos.
Conocer la historia de ese niño, de Héctor Alejandro, y de quienes en varias ocasiones lo torturaron permitiría descubrir los resortes ocultos de su deceso.
Mientras las víctimas de hostigamiento son, en gran medida, niños vulnerables a causa de la falta de autoestima, del maltrato en su hogar, del abandono físico o psicológico por parte de sus padres, los agresores son producto no sólo de una familia disfuncional sino de un complejo entramado social e institucional que recicla y multiplica la violencia en el país.
En medio de la discusión sobre las leyes secundarias en materia de telecomunicaciones nadie habla del bullying mediático, de los contenidos que son violentos por sí mismos en televisión o de la agitprop, de la agitación y propaganda que se hace en gran parte de los noticieros para cumplir con las exigencias impuestas por la dictadura del rating.
No fueron sus compañeros de clase los únicos que estrellaron su cuerpo contra la pared o el piso, fueron las redes sociales, las películas, los juegos cibernéticos de guerra y aniquilación que hoy abundan en los pueblos, la pobreza, la desigualdad, la frustración de sus padres los que conspiraron para terminar con su vida.
Aunque el hostigamiento escolar se produzca en las aulas, no es solamente el sistema educativo el responsable; aunque, tal vez, sea ese sector el que tenga más capacidad para convertir cada escuela en un centro multidisciplinario de prevención.
En alguna ocasión hemos comentado, en estas mismas páginas, el texto que, el 4 de septiembre de 2007, publicó el entonces presidente de Francia Nicolás Sarkozy sobre la crisis de valores en su país y que tituló Carta a los educadores.
Aunque Sarkozy pasará a la historia como un político frívolo, en ese momento tuvo la lucidez de decirle a su pueblo: “Todos somos educadores y tenemos la obligación de enseñarles a nuestros hijos que no todo vale, que toda civilización se asienta sobre una escala de valores. Que el alumno no es igual al maestro. Tenemos el deber de enseñarles que nadie puede vivir sin deberes y que no puede haber libertad sin reglas.”
“Maestra, dígales que ya no me molesten”. ¿Quién lo iba a escuchar si no había nada ni nadie que lo escuchara?
La indiferencia cierta o supuesta de la maestra es también la indiferencia de todos y cada uno de los componentes sociales, institucionales, jurídicos y morales.
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