Eco era una ninfa que vivía con sus hermanas en
los bosques cercanos al monte Helicón. Las ninfas eran divinidades de la
naturaleza, unos espíritus femeninos a los que gustaba cantar, bailar y...
Bueno, si os digo que nifómana viene de ninfa yo creo que os podéis hacer una
idea, ¿no? Esta última cualidad era especialmente apreciada entre otras
criaturas divinas, entre las que se encontraba el mismo Zeus, que tenía cierta
afición a pasear por sus bosques.
Esta simpatía hacia las ninfas no era del
agrado de Hera, que se dejaba caer de cuando en cuando por los alrededores con
la intención de pillar a su marido con las manos en la ninfa. Y aquí es donde
entra en escena Eco. Veréis, Eco tenía una particularidad que la distinguía de
sus hermanas: tenía una prodigiosa facultad para hilvanar elaborados discursos
que adornaba de singular manera haciendo uso de... vamos, como se diría
coloquialmente, que no se callaba ni debajo del agua.
Aunque esta facultad suya podía llegar a
resultar en ocasiones un poco irritante para sus hermanas, pronto habían
encontrado una manera de utilizarla en su beneficio. Nada más aparecer Hera por
las cercanías del bosque, Eco se las apañaba para hacerse la encontradiza y
descargar sobre ella todo el peso de su elocuencia. Y mientras Hera se veía
enredada en una catarata de saludos, comentarios, reflexiones y cotilleos, Zeus
aprovechaba para escabullirse discretamente de vuelta a casa.
Eco, pintura de Alexandre
Cabanel. Fuente: Wikipedia. |
Triste fue la vida para Eco desde entonces,
aunque es posible que hubiera podido llegar a superarla y llevar una vida
relativamente feliz junto a sus hermanas de no ser por la aparición en escena de
Narciso.
¡Ah, Narciso, el bello Narciso! Era hijo del dios del río Céfiso y la ninfa Liríope de Tespia. Un día que la ninfa paseaba por las riveras del río despertó la lujuria del dios, que lanzó sus corrientes a rodearla, estrechando el círculo hasta que literalmente la sumergió en sus brazos. De esta unión nació un niño que crecería hasta convertirse en el joven más hermoso que el mundo hubiera visto.
Esta bendición de Narciso era en cambio la maldición de muchos que, sin importar su sexo o edad, quedaban obsesionados con la belleza del joven. Pero Narciso los trataba con el desdén del que está acostumbrado a la adulación, sin encontrar nunca nadie que considerase digno de su amor.
—¿Hay alguien aquí?
Y Eco, desde su escondite, no pudo hacer otra cosa que responder:
—Aquí.
—Ven —llamó Narciso a la voz desconocida, sólo para escuchar repetido:
—Ven.
—¿Por qué me huyes? —preguntó el muchacho.
—¿Por qué
me huyes?
—Ven, únete a mí.
Y Eco, lleno su corazón de alegría, salió de su escondite diciendo:
—¡Únete a mí!
—Ven, únete a mí.
Y Eco, lleno su corazón de alegría, salió de su escondite diciendo:
—¡Únete a mí!
Pero Narciso, siempre insensible a los sentimientos que despertaba en los demás, esquivó su abrazo diciendo:
Y se alejó dejando a Eco
postrada en la hierba suplicando:
—¡Estemos juntos!
Desde aquel día Eco huyó de todo contacto, vagando por lugares solitarios mientras se iba consumiendo hasta que solo quedó de ella su voz, que todavía podemos oír a veces devolviendo nuestras palabras.
No creáis que Narciso escapó indemne. Por este y otros desprecios los dioses decidieron castigarle. Un día que quiso aplacar su sed bebiendo del río Donacón de Tespia, el hechizo de Artemisa hizo que confundiera su reflejo en el agua con una persona de carne y hueso. Narciso quedó embelesado contemplado a aquel hermoso joven, sintiendo que su corazón se conmovía por primera vez en su vida. Pasó horas frente a su reflejo, intentando trabar conversación primero, alcanzarlo con sus manos después e incluso inclinándose para besarle hasta que poco a poco fue consciente de lo que sucedía.
—¡Estemos juntos!
Desde aquel día Eco huyó de todo contacto, vagando por lugares solitarios mientras se iba consumiendo hasta que solo quedó de ella su voz, que todavía podemos oír a veces devolviendo nuestras palabras.
No creáis que Narciso escapó indemne. Por este y otros desprecios los dioses decidieron castigarle. Un día que quiso aplacar su sed bebiendo del río Donacón de Tespia, el hechizo de Artemisa hizo que confundiera su reflejo en el agua con una persona de carne y hueso. Narciso quedó embelesado contemplado a aquel hermoso joven, sintiendo que su corazón se conmovía por primera vez en su vida. Pasó horas frente a su reflejo, intentando trabar conversación primero, alcanzarlo con sus manos después e incluso inclinándose para besarle hasta que poco a poco fue consciente de lo que sucedía.
Entre lágrimas se rasgó sus vestiduras mientras
lanzaba dolorosos suspiros. Sucedió que en ese momento pasó por allí Eco. Aunque
no le había perdonado, la ninfa no pudo evitar sentir pena por el joven, y cada
vez que Narciso gritaba "¡Ay!", ella respondía con otro "¡Ay!" igual de
triste.
Incapaz de soportar el dolor de haber encontrado al fin a quien amar y sabiendo que nunca podría hacerlo, Narciso desenvainó su espada y atravesó con ella su pecho mientras decía "Adiós, joven al que he amado en vano". Junto a él Eco repitió tristemente: "Adiós, joven al que he amado en vano", mientras contemplaba como al tocar el suelo, la roja sangre de su amado hacía brotar una flor, que desde entonces lleva el nombre de Narciso.
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