sábado, 21 de junio de 2014

Manuel Espino - Funcionarios de escándalo

Necesario, forzar una evolución en la cultura de servicio de la clase política; ¿de qué sirve que un burócrata sea cesado si apenas le retiran los reflectores de la prensa es reciclado en otro cargo?

En diciembre de 1994, Fausto Alzati fue nombrado secretario de Educación Pública por el entonces presidente Ernesto Zedillo. Apenas un mes después fue cesado tras ser descubierto que fraudulentamente se ostentaba como doctor por la Universidad de Harvard.

Ya marcado por el vergonzoso récord de haber sido secretario de Estado por sólo poco más de un mes, y haberse ganado el apodo de “Falzati”, transcurridas dos décadas, este personaje obtuvo un nombramiento bastante menor, del cual, también, fue cesado tras exhibir su ebriedad y su ignorancia en un acto público al censurar la lectura de un poema que erróneamente consideró ofensivo para el actual gobierno.








No ha sido el único. El año pasado, Humberto Benítez Treviño fue destituido de su cargo como titular de la Procuraduría Federal del Consumidor a causa de la polémica generada por el despliegue de influyentismo generado por su hija en el caso #LadyProfeco.


No se trata, por supuesto, de eventos que sólo se den en el gobierno federal. Los ejemplos abundan. Estos son sólo unos pocos.

En meses recientes, funcionarios municipales han sido despedidos por escándalos que van desde conductas sexuales (como Óscar Armando Hernández Rodríguez, de Tekax) hasta por bailar “perreo” (como Jesús González Magallanes, ex director de Atención Ciudadana del municipio de Saltillo).

Menos exótico fue el caso de Ricardo Quintero Ahúa, subsecretario de área de la Auditoría Superior de la Federación, cesado no por haber sido detenido en estado de ebriedad, sino por amenazar a los policías que lo detuvieron. Lo mismo sucedió a Juan Francisco Arias Ortiz, obligado a renunciar a su cargo como secretario privado del edil de Oaxaca al ser hecho público un video en el que insultó a oficiales de seguridad pública.

En el estado de Sonora se dio el vergonzoso caso de Héctor Fernando Woolfolk Bravo, ex coordinador operativo de la Oficina del Ejecutivo del Estado de Sonora, quien grabó e hizo público un video abanicándose con billetes de 500 pesos.

Todos estos sucesos presentan lo que John Thompson señaló en su libro “El escándalo político, poder y visibilidad en la era de los medios de comunicación” como la gran paradoja de nuestro tiempo: Entre más poder tiene una persona es escudriñada con mayor agudeza, algo especialmente peligroso en esta era, en la que todos traemos una cámara de video y una grabadora de audio en el bolsillo.

Es por ello que el común denominador de estos escándalos, algunos de los cuales ni siquiera constituyeron actos ilegales, es que se hicieron visibles a través de redes sociales o medios masivos de comunicación. Eso nos habla no de gobernantes maduros, sino de una sociedad atenta y actuante.

Ese vigor de la opinión pública no debe ser utilizado sólo para “cortar cabezas”, sino para forzar cambios estructurales. ¿De qué sirve que un funcionario sea cesado si apenas le retiran los reflectores de la prensa es reciclado en otro cargo?

Lo que importa, pues, es que estos escándalos vayan forzando una evolución en la cultura de servicio de la clase política, haciendo obligatorio que sólo personas de acreditada probidad accedan a dirigir nuestros destinos comunitarios.


Leído en http://impacto.mx/opinion/yaG/funcionarios-de-escándalo


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