La autobiografía de un editor es su catálogo”, ha dicho con elocuencia Jorge Herralde, director de Anagrama. La frase se aplica a editores independientes como el legendario Joaquín Díez-Canedo, fundador de Joaquín Mortiz, el recientemente fallecido Jaume Vallcorba, creador de Acantilado, o al propio Herralde. En el caso del Fondo de Cultura Económica, el catálogo representa el asombroso trabajo de una comunidad.
A lo largo de ocho décadas se ha congregado ahí la lengua castellana. Se trata de un empeño que ha sufrido agravios, como la censura a Los hijos de Sánchez, de Oscar Lewis, en tiempos de Díaz Ordaz, y no siempre ha publicado maravillas (Arreola solía decir que toda editorial tiene su oficina de claudicaciones). Pero no hay duda de que el Fondo ha sido una zona franca para pensar y escribir en nuestro idioma.
Este proyecto resulta aún más significativo en una época en la que la edición independiente apenas existe. El mercado es la forma más tolerada del primitivismo. La “mano invisible” que debía regular los precios es hoy el apodo de la mafia china. En el campo editorial, los grandes consorcios no compran empresas pequeñas porque quieran promover ese catálogo, sino para sacarlo del mercado (con excepción de los best-sellers). La absorción de sellos tiene como objetivo fumigar a la competencia.
En estas condiciones, el catálogo se reduce a la mesa de novedades, las veleidades de la moda y las ventas. El marketing no tiene memoria.
Cuando Conrado Zuluaga dejó su puesto como director de la Biblioteca Nacional de Colombia para dirigir un grupo editorial, enfrentó esta pregunta: “¿Cuál será su punto de inflexión en las ventas?”, y respondió con sabiduría: “Afortunadamente lo ignoro”. Como es de suponerse, no duró mucho en el cargo.
La industria editorial guarda curiosas semejanzas con la del deporte. En nombre de un supuesto objetivo lúdico, se piden subvenciones y beneficios fiscales. Pero el interés es otro y el que ya es poderoso domina al que busca mejor suerte.
“Un clásico es un libro que los hombres no han dejado morir”, escribió Borges. Sin embargo, cuando los libros no se consiguen, de nada sirve el interés colectivo de leerlos. Pertenezco a una generación que leyó a la mitad de los clásicos en fotocopias y a la otra mitad en los libros del Fondo y Editorial Porrúa.
Este imprescindible catálogo de la comunidad debe circular mejor. En las oficinas de gobierno suele haber un archivo “muerto”, que almacena viejos documentos, y uno “vivo”, donde se extravían los más urgentes. También suele haber un archivero, hábilmente administrado por una secretaria, que contiene las botanas y las golosinas consumidas en el despacho, y que se suele dividir en “archivo dulce” y “archivo salado”. Un buen catálogo debe parecerse a ese depósito bien clasificado y bien nutrido, capaz de satisfacer las tentaciones.
Incluso el mercado da algunas lecciones positivas. Cuando no hay un estímulo directo para vender, los productos no siempre llegan a los clientes. Las editoriales públicas enfrentan el desafío de circular. Muchas de ellas sólo afectan una apartada región del mundo: las bodegas. Durante un tiempo, en una librería universitaria un atiborrado anaquel tuvo este letrero: “Libros agotados”. Obviamente, no se refería a que esos volúmenes no estuvieran ahí, sino a que se habían dado por perdidos en el laberinto de la distribución.
Los títulos del Fondo no están presos pero tampoco llegan a todas partes. En México, los libros siguen siendo un producto con denominación de origen. Si el tequila es de Jalisco y las guitarras de Paracho, la inmensa mayoría de los libros son del sur de la Ciudad de México.
A diferencia del mercado, la cultura tiene una circulación lenta. Depende de la conversación, la cátedra, las afinidades electivas. Lo decisivo es que sea tan continua y duradera como la tradición.
Las voces de la tribu mejoran si discrepan entre sí. El Fondo es custodio de esa pluralidad. No puede ser un órgano de gobierno y mucho menos de partido. En tanto espacio público, debe garantizar la crítica. Una sociedad es más perfecta mientras más se puede decir que es imperfecta.
Tales son los retos de una aventura que ha llegado a los 80 años, la edad de los profetas en que la sabiduría le otorga nueva vida a la experiencia.
Una vez apagadas las velas del pastel, conviene recordar la frase de Lewis Carroll: “¿Cuál es la luz de una vela apagada?”. Ese imaginario resplandor es provocado por los libros, la resistente utopía de la comunidad.
Leído en http://criteriohidalgo.com/notas.asp?id=260888
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