José María Merino 1941 El desertor |
El amor es algo muy especial. Por eso, cuando vio la sombra junto a la puerta, a la claridad de la luna que, precisamente por su escasa luz, le daba una apariencia de gran borrón plano y ominoso, no tuvo ningún miedo. Supo que él había regresado a casa. La suavidad de la noche de San Juan, el cielo diáfano, el olor fresco de la hierba, el rumor del agua, el canto de los ruiseñores, acompasaban de pronto lo más benéfico de su naturaleza a la presencia recobrada.
La vida conyugal había durado apenas cinco meses cuando estalló la guerra. Le reclamaron, y ella fue conociendo entre líneas, en aquellas cartas breves y llenas de tachaduras, las vicisitudes del frente. Pero las cartas, que al principio hacían referencia, aunque confusa, a los sucesos y a los parajes, fueron ciñéndose cada vez más a la crónica simple de la nostalgia, de los deseos de regreso. Venían ya sin tachaduras y estaban saturadas de una añoranza tan descarnadamente relatada, que a ella le hacían llorar siempre que las leía.
Entonces no estaba tan sola. En la casa vivía todavía la madre de él, y la vieja, aunque muy enferma, le acompañaba con su simple presencia, ocupada en menudos trajines, o en charlas cotidianas y en los comentarios sobre las cartas de él, y las oscuras noticias de la guerra. Al año, murió. Se quedó muerta en el mismo escaño de la cocina, con un racimo en el regazo y una uva entre los dedos de la mano derecha. Ella supo luego por otra carta de él que, cuando le llegó la noticia de la muerte de su madre, los jefes ya no consideraron procedente ningún permiso, puesto que la inhumación estaba consumada hacía tiempo.
Quedó entonces sola en casa, silenciosa la mayor parte del día -excepto cuando se acercaba a donde su hermana para alguna breve charla- en un pueblo también silencioso, del que faltaban los mozos y los casados jóvenes, y que vivía esa ausencia con ánimo pasmado.
Se absorbía en las faenas con una poderosa voluntad de olvido. Así, con minuciosa rigidez de horario, cumplía las labores cotidianas de la limpieza y la cocina, del lavadero y de las cuadras, y el calendario sucesivo de los trabajos del campo, segando y trasladando la hierba, escardando las legumbres y cavando los frutales, majando el centeno. Abstraída en la tarea del momento, que acaso le exigía, con el esfuerzo físico, un ritmo especial, llegaba a pensar la ausencia de él como una nebulosa ensoñación no del todo real, de la que saldría en algún inmediato despertar.
Pero el tiempo iba pasando y la guerra no terminaba. Ella no sabía muy bien los motivos de la guerra. Desde el púlpito, el cura les hablaba del enemigo como de un mal diabólico y temible, infecciosos como una plaga. Al cabo, ya la guerra y el enemigo dejaron de ofrecer una referencia real, y era como si el esfuerzo bélico tuviese como objeto la defensa a ultranza frente a la invasión de unos seres monstruosos, venidos de algún país lejano y mortífero. Hasta tal punto que, en cierta ocasión, cuando atravesó el pueblo un convoy con prisioneros y los vecinos salieron a verles con acuciante curiosidad, una mujerona manifestó en su pintoresca exclamación, la decepcionante sorpresa de comprobar que los enemigos no mostraban el aspecto que las diatribas del cura y otras noticias les habían hecho imaginar:
-¡No tienen rabo!
No tenían rabo, ni pezuñas, ni cuernos. Eran hombres. Tristes, oscuros, vestidos con capotes sucios, con chaquetas raídas. Sobre las cabezas peladas, llevaban pasamontañas y gorrillas cuarteleras. Casi todos tenían la barba crecida en los rostros flacos, aunque también se veían barbilampiñas de algunos mozalbetes.
A ella, de pronto, la visión de aquellos soldados maltrechos le trajo a la mente la imaginación de su propio marido, acaso en esos momentos, también acarreado en algún camión embarrado, encogido bajo un pardo capote. Hasta creyó reconocer en varios rostros el rostro querido, sumida en una súbita confusión que la llenó de angustia.
Pasó el tiempo. Otro año. El pueblo siguió perdiendo gente y, al fin, sólo quedaron los niños, las mujeres y los viejos. Las veladas habían dejado de ser ocasión alegre de contar fábulas y recordar sucesos, y eran ya solamente motivo de rezos. Rosarios y letanías, novenas y misas, ocupaban las horas de la comunicación colectiva.
Cuando llegó aquel San Juan, ya ni creían recordar el tiempo en que los mozos, con su rey, encendían la gran hoguera tradicional en lo alto del cerro. Fueron los niños los que suscitaron la memoria de la antigua fiesta, haciendo un gran fuego en la plaza. El fuego atrajo a la gente, que fue reuniéndose en torno a él. Era una noche clara, cálida, sin una pizca de viento.
Los niños gritaban alrededor del fuego, en el límite del caluroso reverbero. Los mayores recordaron otras noches de San Juan, a sus mozos llenándolas de algarabía y desorden. Lo que, cuando estaban los mozos, se aceptaba con esa obligada mezcla de indulgencia y malhumor que traía la sumisión a un rito inevitable, aquella noche se añoraba como una parte amputada de su vida.
Porque aquel año, como el pasado, no habría necesidad de vigilar los huevos, las matanzas, los hervidores. Nadie llegaría sigiloso en la noche para hurtarlos. Y tampoco nadie borraría las sendas ni profanaría el rescoldo de los hogares.
El pueblo se había quedado sin mocedad, y el aliento dulce de la noche le daba a aquella evidencia, más dolorosa aún por las circunstancias que la motivaban, una particular melancolía.
Cuando la hoguera se extinguió, el encuentro improvisado se deshizo. Ella pasó por casa de su hermana, saludó rápidamente a la familia y se fue a su propia casa. Entonces vio la sombra junto a la puerta y, reconociéndole al instante, echó a correr y le abrazó con todas sus fuerzas.
Había cambiado. Estaba más flaco, más pálido, y en sus gestos había adquirido una especie de reflexiva demora. Supo que había desertado. Herido por la metralla de una granada, había ingresado en el hospital. Cuando estuvo curado y repuesto, decidió escapar y volver a casa. Fue una huida penosa, que duró semanas. Pero allí estaba ya, silencioso y sonriente.
Era preciso el sigilo más completo. Ella disimuló su alegría y continuó haciendo la vida de costumbre. Él permanecía oculto en algún lugar de la casa durante las horas de luz. Por la noche, cuando la oscuridad lo tapaba todo, salían a la huerta y se sentaban uno junto al otro, sintiendo latir las estrellas parpadeantes, el río que murmuraba, los pájaros que se reclamaban entre las enramadas invisibles.
Recuperó en sus brazos el sabor de aquellos primeros tiempos de matrimonio, y la congoja de los besos y los abrazos definitivos. Y como el amor es algo muy especial, todos los problemas -la guerra, su esfuerzo solitario que debía multiplicarse en tantas tareas, los complicados trueques para conseguir todo lo necesario para una regular subsistencia- pasaron a una consideración muy secundaria.
Su única preocupación era que él no fuese descubierto. Una tarde, cuando regresaba con unas cargas de leña, encontró a los guardias en su casa. Portadores de la denuncia que produjo la deserción -cuyo propósito había sido al parecer anunciado entre las pesadillas febriles del hospital- los guardias registraron la casa. Y aunque no fueron capaces de encontrarlo, aquella visita inesperada la colmó de angustia, al pensar que podían sorprenderle algún día y llevárselo otra vez, para castigar acaso su huida con la muerte.
Así, entre las dulzuras de tenerlo en casa y los sobresaltos de sus temores, fue transcurriendo el verano. A veces se ponía a cantar, sin darse cuenta, y en el pueblo callado y mohíno su actitud era acogida con sorpresa desconcertada.
Sin embargo, un extraño sentimiento le hacía desvelarse en mitad de la noche y, a pesar de sentir el cuerpo de él a su lado, cruzaba su imaginación un tropel desordenado de miedos sombríos, como si el futuro estuviera ya marcado y se cumpliesen en él toda clase de augurios desfavorables.
El mismo día que empezaba septiembre, cuando despertó, no estaba junto a ella. Era un día gris, oloroso a humedad. Lo buscó en la casa, en el corral, pero no pudo hallarle. Aquella ausencia, que le devolvía la imagen de la larga soledad, suscitó en ella una intuición temerosa.
A la hora de ángelus vio acercarse a los guardias. Se había puesto a llover con más fuerza y tenían los capotes de hule cubiertos de agua. Lo habían encontrado. Estaba en lo alto del cerro, entre las peñas, con los miembros estirados para asomar lo más posible la cabeza en dirección al pueblo. Sin duda la herida se le había vuelto a abrir en el largo camino de la huida. El cuerpo estaba reseco como una muda de culebra. Los guardias decían que llevaría muerto, por lo menos, desde San Juan.
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