Juan Villoro 1956 |
1980
a Juan Lorenzo
Para Rubén la discoteca de sus papás era como la tumba 7 de Monte Albán: puras reliquias del sonido. Y la antigüedad de la música no era nada en comparación con las escenas que montaban Marta y Genaro. Rubén solía encontrarlos mariguanos en la sala, desplomados entre vasijas oaxaqueñas, velas derretidas, cojines de manta y estatuillas con falos que le hubieran dado envidia a Jimi Hendrix. Y la pachequez de sus papás no era lo peor: además hablaban. Cuando Marta abría la boca uno podía ver un partido de futbol americano antes de que se callara. Rubén no conocía demagogos más completos. Genaro siempre hablaba de México como si fuera su riñón.
—¿Qué tal, cómo andas? —le preguntaba Rubén, masticando los Corn pops del desayuno.
—Del carajo, Rub.
—¿Por qué?
—La situación del país —y hacía un gesto de peritonitis.
Después venía un vasto rollo de cómo las desgracias de la nación le afectaban directamente a él. Genaro estaba tan dentro de la realidad que las secreciones de su cuerpo ya no dependían de glándulas sino de las noticias del Unomásuno.
Marta y Genaro querían que su hijo los-tratara-como-amigos. Cuando Rubén cumplió los trece, Genaro le regaló el El satiricón de Petronio y una suscripción a Caballero. Además le dio muy buenos tips para que se masturbara.
Marta y Genaro habían mandado a su hijo a escuelas activas con el objeto de librarlo de los métodos represivos que ellos habían padecido. Pero la enseñanza activa fue un perfecto tiro de bumerang. A los dieciséis años, Rubén estaba convencido de que nada era más importante que desobedecer a los mayores, tenía los conocimientos de un sexólogo (en el trópico activo ni una gorda como Trilce Sánchez llegó virgen a los quince) y era dueño de una palabra rellena de instrucciones: autoafirmación: más vale que te decidas de una vez porque tu destino empieza ahora. Adolescencia es curriculum. Rubén no tenía por qué aceptar a las amigas de su mamá que lo fajoneaban y le decían “estás buenísimo”, ni a los amigos fodongos de su papá (¡todos tenían senos más prominentes que sus amigas del colegio!) Rubén ya se había decidido: él era un amante del arte policiaco.
Su cuarto estaba pintado de azul marino y una placa de sheriff colgaba sobre la cabecera. En la puerta corrediza del clóset tenía un póster de Police, donde los tres músicos aparecían sin camisas: músculos bronceados y sólidos.
Rubén hubiera preferido ser rubio, pero se conformaba con tener el pelo castaño, cortado con tal esmero que regresaba a la peluquería cada dos semanas para que sus mechones conservaran su aspecto de hojas de pina. Todas las mañanas iba al Parque Hundido en una patineta pintada de negro. El ondulante ejercicio le había dado a su cuerpo una firmeza semejante a la de Sting, el cantante de Police. Usaba lentes oscuros de policía de caminos; cuando se los quitaba, sus ojos tenían la mirada arrogante de quien sabe que es su propio canon de belleza. Rubén sólo se podía medir en la escala de Rubén. Si sus papas buscaban perderse en todo lo que tuviera que ver con los otros (la declaración del estado de sitio en un país balcánico le podía causar un derrame cerebral a Genaro), él se sentía único, individual, un comisario en un mundo donde los demás son cuatreros. Marta y Genaro se horrorizaban al verlo llegar con esposas colgando del cinturón. Que su hijo se vistiera de azul marino (con calcetines blancos) les parecía tolerable, pero las esposas y la placa de sheriff eran francos destellos de fascismo. Genaro habló con él “como cuates”, es decir, con groserías. Rubén le contestó que dejaría de usar lentes de patrullero si él dejaba de tomar el café exprés que le había convertido la boca en una ventosa amarillenta. Como Genaro se había propuesto ser generoso y Rubén egoísta, la discusión no pasó a mayores.
A través de Police, Rubén asoció la música con un estilo de vida. Police o el sonido de los individualistas que sólo establecen contacto de manera rotunda: la seducción o el trancazo para hacer a un lado a los que no valen la pena. Iʼm lonely, cantaba Sting, y decenas de miles de fanáticos coreaban “estoy solo”, sabiendo que eso no era una mala noticia, sino un mérito. Aparte de Police le gustaban las películas donde los héroes se las arreglaban solos, sin tener que sesionar en comité.
La conducta de Rubén le dio a sus papas muchos motivos de autoescarnio: “hemos engendrado a un gánster” y otras quejas que hacían interesantes sus reuniones.
Rubén estaba en Yoko, comprando el tercer disco de Police, cuando se enteró de que el trío iba a tocar en la ciudad de México en noviembre. El dueño de la tienda, que parecía el primo rubio de Pete Townshend, le dijo que los boletos valían mil 100 pesos. Zácatelas. ¿Qué podía hacer alguien de dieciséis años para conseguir esa fortuna? Después de pensar un buen rato, Rubén descubrió una razón suficientemente alivianada para que su papá le diera el dinero: inventó que tenía que pagarle el ginecólogo a su novia. Su papá lo miró con la solidaridad de un mánager que confía en su cuarto bateador y le dio el dinero.
Durante semanas sólo habló con sus amigos de Police. El día del concierto todos habían dormido mal por la emoción. Como en la ciudad de México no hay ramblas, ni pubs, ni cafés sobre la banqueta, se reunieron en el mundo lila, amarillo y naranja de un Dennyʼs. Estuvieron media hora chupando malteadas y tarareando De Do Do Do, De Da Da Da.
Luego cruzaron al Hotel de México, un monumento al vacío, miles de cuartos que jamás serían concluidos. Y tal vez era mejor así, pues si los cuartos quedaban como el vestíbulo la cursilería no tendría límites. Rubén se quedó pasmado al ver un Partenón de huesos de aceitunas y un ajedrez monumental que simbolizaba la lucha entre capitalismo y socialismo.
Las amigas de Rubén iban de negro y movían sus piernas delgadas con premura. Por fin llegaron a un local que parecía decorado para un banquete del Club de Leones: manteles sobre las mesas, corbatas de moño en los cuellos de los meseros, cortinas que brillaban en tonos violáceos.
La espera fue insoportable: los meseros trataban de vender botellas de ron con tal insistencia que Rubén se vio obligado a soltar un rodillazo que aunque no dio en el blanco lo libró del acoso durante unos veinte minutos. Después llegaron otros meseros que parecían dispuestos a que les fracturaran las quijadas a cambio de vender una botella.
Finalmente las luces se apagaron. Copeland, Sting y Summers lanzaron un latigazo de sonido y el público se dio cuenta de que las sillas no servían para nada y que había que bailar sobre las mesas. Sting se convirtió de inmediato en la clave del espectáculo, él decidía la suerte de ese público al que tenía tomado por las solapas.
En medio de la música, Rubén pensó en sus papas abrumados por la mariguana, los problemas del país, el scratch en los discos de Chuck Berry, abrumados durante décadas sin hacer algo más que prepararse otro cafecito. Le dieron ganas de quemar las barbas de su papá y las camisas huicholes de su mamá, pero por el momento prefirió bailar abrazado a sus amigos, hundiéndose en las aguas de Police hasta que los músicos desaparecieron tras los amplificadores y el público volvió a salir a la superficie:
—¡Police, Police, Police! —la gente pedía más música. Rubén se unió al griterío con entusiasmo, seguro de que su momento de gloria había llegado: sobre una mesa, con esposas al cinto, los chavos de la escuela activa llamaron a la policía.
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