Agustín Basave Benítez |
La reforma laboral es un presagio de la forma en que se (des)ahogará la agenda legislativa del próximo gobierno. Lo es porque mientras tengamos un presidencialismo disfuncional en vez de un régimen parlamentario seguirá vivo el camellismo legislativo, es decir, la producción de leyes pequeñas y deformes que emulan camellitos y no los caballos percherones que necesitamos. Veamos.
El presidente Calderón mandó al Congreso una iniciativa con dos vertientes, una que busca la flexibilización del mercado en beneficio de las empresas y otra que impulsa la democratización y la transparencia sindicales en beneficio de los trabajadores. La Cámara de Diputados aprobó, con jorobas, la primera, y empequeñeció la segunda. Olvidémonos por un momento del error de no haber equilibrado la propuesta con un seguro de desempleo, algo que por cierto beneficiaría también a los empresarios, porque parte del costo de los despidos sería absorbido por el erario público; ¿qué pasó con la gran asignatura pendiente del panismo gobernante de desmantelar la corrupción y la antidemocracia del sindicalismo? Que el PRI se dejara chantajear por sus sindicatos era de esperarse, pero ¿por qué el PAN arrió su bandera tan fácil y rápidamente? ¿Qué arreglos hay entre los dos partidos?
Ahora analicemos el comportamiento del PRD y sus aliados. Hace unas semanas, para sorpresa de muchos, López Obrador anunció el divorcio voluntario y civilizado de radicales y moderados, un matrimonio mal avenido que llegó a la violencia intrafamiliar. Santo y bueno. Pero asumir que con eso se acabará la esquizofrenia del perredismo es una visión demasiado optimista, pues aunque la mayor parte de los radicales se vaya a Morena dudo mucho que piensen dejarle la cancha libre a los Chuchos, a Ebrard, Mancera y demás moderados. Seguramente algunos lopezobradoristas se quedarán en el PRD y, si bien en menor medida, la conducta esquizoide continuará. De hecho, aun si los perredistas lograran una refundación socialdemócrata, la alianza que se anticipa de cara a la próxima elección presidencial probablemente reviviría la bipolaridad estratégica que tanto daño le ha hecho a la izquierda mexicana.
Y es que ahí está la contradicción: no tanto en los programas de gobierno cuanto en las estrategias para llegar al poder. Hay un izquierdismo que recurre sistemáticamente a la confrontación y apuesta a que los mexicanos enojados se conviertan en mayoría y lo lleven a gobernar el país. No sólo se pelea contra el PRI y el PAN, sino que a menudo lo hace contra sus correligionarios. Se trata de una rijosidad intrínseca a su visión del establishment. En otras ocasiones he hablado del chip marxista, esa predisposición teórica o intuitiva de algunos izquierdistas a desdeñar el Estado de derecho, al que ven como garante de los intereses de la burguesía, y a todo el orden establecido, incluyendo el suyo. No es raro ver en las elecciones de candidatos o dirigentes del PRD choques violentos entre miembros de distintas corrientes ni tomas de edificios de su propio partido. En otras palabras, a esa izquierda las normas nunca le son suficientes para dirimir conflictos. Lo mismo en los procesos electorales constitucionales que en sus comicios internos subutiliza las instancias establecidas en la ley y sobreexplota los recursos extralegales. Supongo que no podría ser de otra manera. Si una de sus convicciones es que hay que concientizar a los oprimidos para trocar resignación en rebeldía, es natural que una buena dosis de beligerancia les sea consustancial.
Lo vimos el viernes pasado. En el Congreso hay una normatividad que convierte en ley los dictámenes que ganen mayoría de votos en el pleno y que da recursos a los opositores —la reserva y discusión de artículos, las interpelaciones, las mociones y un largo etcétera—, pero el radicalismo asume que su derrota será indigna si no bloquea además las entradas y toma la tribuna. He aquí el problema: una sociedad preponderantemente conservadora como la nuestra suele reprobar esos métodos de “lucha y resistencia” que se dan en la frontera de la legalidad. Siempre hay una minoría sonora que las aplaude —la que asiste a marchas y plantones— pero también hay una mayoría silenciosa —la que no sale a la calle pero sí va a las urnas— que sufraga contra quienes las promueven. En fin. Se quiere perfilar para 2018 otro Movimiento Progresista en el que PRD, PT, MC y Morena postulen al mismo candidato, y vale preguntar: ¿cómo le harán esos partidos para proyectar unidad y talante democrático en medio de las reyertas dentro de la bancada perredista y las protestas que se están dando en el Senado contra la reforma laboral y seguramente se darán contra la reforma fiscal, la energética y las que vengan? Si, como creo, una porción mayoritaria de los mexicanos piensa que la reforma laboral es mala pero que la embestida de los radicales para evitarla es peor, el nuevo perredismo tendrá que decidir qué hacer con sus radicales y cómo distinguirse de sus aliados, cuyas acciones van dirigidas a un electorado distinto y ahuyentan al que los moderados buscan atraer. No, el dilema no está resuelto.
Agustín Basave
@abasave
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