Luis Emilio Giménez C |
A nombre de la autonomía de los sindicatos hay demasiados líderes que pretenden preservar un sistema sindical arcaico que niega en los hechos el ejercicio de derechos elementales a la inmensa mayoría de los trabajadores y mantiene sometidos a la mayor parte de empresarios a un régimen de chantaje vestido de legalidad.
Todos los especialistas serios coinciden en que el régimen constitucional y legal que rige el trabajo en México necesita cirugía mayor. Pero parece que la perspectiva dominante no va más allá de cumplimentar demandas patronales de eficacia dudosa y mira corta y de enunciar tímidamente dos o tres principios democráticos elementales que debieran regir en los sindicatos. La transparencia, la rendición de cuentas y el voto libre y secreto en la elección de los dirigentes son ahora, sorprendente pero sintomáticamente, el tema más fogoso de la discusión de la reforma laboral. Para oponerse a principios que a estas alturas de la democracia mexicana deberían ser de obvia aceptación, los líderes venales —“postizos”, los llamaba don Rafael Galván— han argumentado que si la ley laboral impone algunas reglas de funcionamiento democrático a los sindicatos se estaría violando la autonomía sindical. Nada más falso.
La autonomía de las organizaciones de trabajadores consiste en la capacidad de éstas de tomar decisiones y organizar sus actos sin la interferencia del poder público o de intereses distintos a las necesidades colectivas de sus miembros. ¿Alguien puede sostener seriamente que garantizar en la ley el derecho a la información de los asociados y librarlos de las fórmulas más elementales de coacción a la hora de expresar su voluntad perjudica su autonomía? El sentido común y toda la experiencia demuestran que un sindicato es más sólido y más autónomo cuando sus integrantes se mueven en él con libertad y participan en las decisiones relevantes con información y sin coacciones. La actual legitimación del autoritarismo y de la casi ilimitada capacidad de coerción de dirigentes sobre agremiados no es una conquista de los trabajadores, sino una limitación de facto a las decisiones colectivas libres y patente de corso para líderes corruptos.
El tema no es novedoso. El Comité de Libertad Sindical de la OIT ha examinado más de 2 mil 500 quejas sobre este asunto. Le llegan recurrentemente los reclamos típicos de organizaciones amenazadas por gobiernos que intentan limitar los sindicatos. Invariablemente sus decisiones se han opuesto a que vía las leyes del trabajo se limite la libertad de asociación sindical y la autonomía de los sindicatos. Pero en materia de democracia sindical sus criterios son inequívocos. Establecen que exigir condiciones para la democracia efectiva en los sindicatos no viola a su autonomía: “Las disposiciones legislativas que regulan detalladamente el funcionamiento interno de las organizaciones de trabajadores y de empleadores entrañan graves riesgos de injerencia por las autoridades públicas […] Las restricciones a este principio deberían tener como únicos objetivos garantizar el funcionamiento democrático de las organizaciones y salvaguardar los intereses de sus aliados…
“Es admisible la existencia de disposiciones que tienen por finalidad promover los principios democráticos en el seno de las organizaciones sindicales. Ciertamente la votación secreta y directa es una de las modalidades democráticas y en este sentido no sería objetable”.
Estas referencias y otras que pueden consultarse fácilmente en la recopilación publicada en 2006 deberían ser suficientes para que congresistas electos democráticamente desecharan los argumentos de quienes a nombre de la autonomía sindical protegen sin recato intereses personales que hoy todo el mundo identifica.
El tema de fondo es si el Congreso y los dirigentes de los partidos decisivos se comprometen con la democracia como medio para modernizar al país. Se verá si están dispuestos a abrir algún cauce favorable a los sindicalistas que hoy aspiran a representar con eficacia y honradez los intereses de los asalariados mexicanos.
La filosofía económica y política dominante en los últimos 25 años decidió ignorar los principios que permiten a los empleados hacerse escuchar en el foro público y contar con algún poder de negociación. El Estado renunció a su papel de gestor de los equilibrios. A nombre de una ilusoria paz social que atraería ríos de inversión, desde el gobierno se favorecieron todas las formas imaginables de simulación, que tuercen el propósito de la ley al bloquear la democracia sindical y la contratación colectiva genuina.
A falta de cualquier exigencia legal, líderes abusivos y sindicatos falsos se enseñorearon como nunca en el mundo del trabajo, con la complacencia empresarial y gubernamental. El país ha sufrido las consecuencias con una inequidad salarial masiva. En lo político quedó seriamente dañada la legitimidad de la justicia laboral. Los jóvenes sindicalistas tienen todo en contra si pretenden modernizar sus organizaciones.
Pese a los limitados y parciales alcances de la discusión actual, la regulación de transparencia en los sindicatos, la rendición de cuentas de los líderes y el voto libre y secreto pueden resultar cruciales para enviar un mensaje democrático o avalar la simulación.
Los representantes empresariales y los líderes enquistados en la falsa autonomía están satisfechos con el statu quo. Sólo el Congreso podría modificar las tendencias ejerciendo sus atribuciones para proteger el interés público y los derechos de los trabajadores.
Todo apunta a lo peor. Salvo que el Senado invierta la tendencia, los daños serán para la legitimidad de la democracia. Los asalariados de México, que son la mayoría de los adultos mexicanos, harán su lectura. Al avalar las falacias en torno a la autonomía sindical el prestigio del sistema político bajará otro escalón. No nos extrañen después los resultados de las encuestas sobre satisfacción con la democracia.
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