Un cambio sexenal no es el fin del mundo, pero sí la ocasión para replantear los grandes problemas nacionales a la luz de las experiencias adquiridas —en ocasiones muy dolorosas— y de la evolución de las políticas públicas en el plano mundial. Es el caso de la llamada guerra contra el narcotráfico y del problema subyacente: el tráfico y consumo ilícito de drogas.
En todos los ámbitos se escuchan voces que sugieren diversos enfoques para hacer frente a las facetas de la calamidad que tiene dos extremos ostensibles: el gran negocio y la salud pública, en medio de los cuales medran la corrupción y el crimen. Es menester un ataque sistémico al conjunto de los fenómenos, fundado en la fortaleza e integridad del Estado.
Sorprendió a muchos la intensidad del debate suscitado en el Uruguay sobre la legalización de las drogas, que viene a añadirse a otras discusiones sobre el tema. El presidente José Mujica acaba de comentar: “La drogadicción es una enfermedad, y como tal hay que tratarla; lo que es intolerable es el narcotráfico”. Añadió: “Este problema, encarado por la vía policial y de la represión, sigue estancado, sin solución. Tenemos más presos, gastamos más dinero y el problema se multiplica en las calles”.
Los delincuentes, afirma, “tienen el usufructo de un monopolio, y como el Estado los persigue lo hace de alto riesgo, hace subir el precio y la ganancia es muy grande. Lo que queremos hacer con la mariguana no es legalizar el consumo, sino regularlo, y combatir con más efectividad las otras drogas”. Remata: “no creo que la mariguana sea buena. Cualquier adicción es mala, salvo el amor”.
Uno de los argumentos enderezados contra esta lógica es que viola convenciones internacionales y que su aplicación en un solo país o región difícilmente produciría los resultados deseados, lo que no es exacto, puesto que existen varios lugares sobre la Tierra que ya aplican ese género de políticas y otros en los cuales están sujetas a debate legislativo y a referendo. Más inteligente sería observar el resultado de las políticas en curso, sus métodos de aplicación y los efectos colaterales que hayan causado.
Es indiscutible que el debate debiera ampliarse a escala global y sus resultados acogidos en instrumentos internacionales, aunque el camino sea largo. Así ocurrió cuando la Convención Internacional sobre el Opio de 1912 o la Convención Única sobre Estupefacientes de 1961, que derogó acuerdos que la habían precedido y de la cual surgieron agencias especializadas.
Para fomentar la discusión de las políticas contra las drogas, un grupo de países solicitó a la Asamblea General que se celebrara una reunión especial sobre reducción de daños en 1989, de la que surgió una Declaración Política que se propuso reducir sustancialmente los cultivos de coca, amapola y mariguana y la producción de cocaína, heroína y drogas sintéticas en 10 años.
Resulta evidente que los enfoques regionales son diversos y los intereses estratégicos juegan un papel relevante. De ahí que se haya promovido una Comisión Latinoamericana de Drogas y Democracia, integrada por ex presidentes y personalidades internacionales. Uno de ellos, Kofi Annan, acaba de pedir un cambio de estrategia centrado en la despenalización y declaró que la política seguida por el gobierno mexicano “no ha funcionado”. Abogó por privilegiar el lado de la demanda a través de la educación y la salud.
En reunión reciente, el electo jefe de gobierno de la ciudad, Miguel Ángel Mancera, afirmó: “En las estrategias preventivas lo que se debe privilegiar es el combate a la corrupción y al lavado de dinero, el fortalecimiento de los programas sociales y el desarrollo humano”. Añadió que “debe buscarse un equilibrio entre las medidas preventivas y las represivas y abrir el debate sobre una eventual legalización de las drogas”.
Las coincidencias son muchas. Constituyen las piezas para el armado de una estrategia eficaz y digna de la comunidad nacional y para una promoción consistente en la esfera internacional.
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