“Nací en Ginebra en 1712 y fueron mis padres Isaac Rousseau y Susana Bernard”, son las palabras al inicio de Las confesiones de Juan Jacobo Rousseau, escritas entre 1766 y 1770 cuando tenía entre 54 y 58 años y a ocho años de su muerte, en 1778.
Este 2012 celebramos los 300 años del nacimiento de uno de los pensadores políticos más originales y controvertidos (el Emilio y su Contrato Social fueron condenados por el Parlamento de París y se le dictó orden de aprehensión) de todos los tiempos, cuyas ideas habrían de tener una gran repercusión en nuestro movimiento independentista y sobre todo en la manufactura de nuestra primera constitución federal, en 1824.
Huérfano de madre a unos días de su nacimiento, fue educado por su padre y su tío Samuel. A los 16 años abandona Ginebra y se va a la Alta Saboya, en la región de los Alpes en Francia, donde conoce a madame de Warens, su protectora y amante.
Posteriormente vive en París, donde establece amistad con Diderot y otros intelectuales.
En 1745 encuentra a Teresa Lavaseur, con quien habría de procrear cinco hijos, todos ellos entregados a un orfanatorio.
En 1750 participa y gana un concurso de ensayos, convocado por la Academia de Dijón, con su obra Discurso sobre las Ciencias y las Artes, que habría de completarse cinco años después con su Discurso sobre el origen y fundamento de la desigualdad, textos en los que presenta su ideario político-social que le habría de dar gran fama, pero que también lo lleva a enemistarse con los philosophes, rompiendo con Diderot.
A partir de los 70 escribe sus dos grandes obras, el Emilio, dedicado a la educación, y el Contrato social, que concentra su filosofía política (1762).
Emilio es un tratado sobre la educación ideal del hombre, en el cual marca la tónica de su concepción de la naturaleza humana: “Todo está bien al salir de manos del autor de la naturaleza; todo degenera en manos del hombre”.
En frontal oposición con su antecesor, Thomas Hobbes, para quien el hombre es malo por naturaleza, es el lobo del hombre, Rousseau piensa que el hombre nace bueno y libre y son las instituciones y la sociedad quienes lo pervierten. Sin embargo, confiere un destacadísimo lugar a la educación: “Desprovistos nacemos de todo y necesitamos asistencia; nacemos sin luces y necesitamos inteligencia. Todo cuanto nos falta al nacer y cuanto necesitamos siendo adultos se nos da por la educación”. Frente a las calamidades de nuestro sistema educativo bien haríamos en reproducir y releer esta obra.
Permanecer libres, pero imposible de subsistir aislados, como Robinson Crusoe, el héroe de Daniel Defoe, con palabras preclaras plantea Rousseau el problema central del binomio libertad-sociedad y su solución: “Encontrar una forma de asociación que defienda y proteja con la fuerza común la persona y los bienes de cada asociado, y por la cual cada uno, uniéndose a todos, no obedezca sino a sí mismo y permanezca tan libre como antes.
Tal es el problema fundamental cuya solución da el Contrato social”
Esta obra, más que ninguna otra, tuvo un eficaz transplante de Europa a México en la mente de los insurgentes, sobre todo en el momento de la abdicación de Fernando VII del trono español con la invasión francesa, pues justificaba la autodeterminación de la nación soberana y con ello la legitimidad de darse su propio contrato social con una constitución basada en la idea central de que la soberanía dimana del pueblo y por lo tanto éste puede darse sus instituciones políticas. Las ideas de Rousseau se encuentran en Rayón y sus Elementos constitucionales y en Manifiesto del Congreso de Chilpancingo y antes en el ideario político de Morelos.
Pero es sobre todo en el Congreso Constituyente de 1824 donde Rousseau es citado tanto por los centralistas como por los federalistas, lo que indica la amplitud de un pensamiento que igual se ha utilizado después para defender a la democracia como al totalitarismo. Así de prolíficas y complejas resultan las ideas del hombre que confesó: “Si no valgo más, por lo menos soy distinto”.
Emilio Rabasa Gamboa
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