lunes, 19 de noviembre de 2012

Jacobo Zabludovsky - Nombres, nombres, nombres


La sombra de Agatha Christie inspira cada sexenio la publicación del gabinete presidencial. La clásica escritora inglesa acomoda los personajes de sus tramas misteriosas a la manera característica de su estilo: 10 o 12 hombres y mujeres van llegando a un lugar recóndito que puede ser una isla, un castillo o un ático, sin saber por qué fueron invitados, sin vínculo aparente entre ellos que justifique su reunión. Se conocen, saludan, cenan, duermen y fallecen uno por uno. A veces cada muerte acompaña la desaparición de un indiecito de barro hasta que indiecitos e invitados se agotan. “Nadie sabe, nadie supo”, diría el monje loco, hasta que se explica el secreto para tranquilidad de lectores insomnes y curiosos en general.
El método la convirtió en mujer riquísima, le dio fama universal y dejó discípulos, entre ellos los políticos mexicanos, consumidores adictos de su receta que cada seis años nos tienen en vilo, agobiados, al borde de un ataque de nervios, en espera de la revelación de último minuto con los nombres de los miembros del gabinete; lista sorpresiva, clímax casi erótico, evocador, nada menos, que el de Fu Manchú, el mago que empezaba a sacar papel de sus orejas y sacaba y sacaba mientras decía papel, papel, papel, hasta llenar el inolvidable teatro Arbeu, desde el altar ahí conservado de San Felipe de Jesús al foso acústico de agua bajo el escenario, donde otro taumaturgo de peinado afro, Blakamán, había olvidado un cocodrilo.




Teatro al fin y al cabo. Entramos hoy a la escena final, culminante. De un momento a otro lo trivio dejará espacio a lo trascendente, porque durante seis años los convocados regirán de una manera u otra nuestras vidas, aunque algunos sean reemplazados a lo largo del camino. El próximo presidente de México descansa en ellos la responsabilidad de llevar a la práctica sus proyectos.
Como en todo enredo policíaco respetable, asoman personajes a quienes los expertos asignan destinos concretos y promisorios. Enrique Peña Nieto entregó el miércoles a los grupos parlamentarios del PRI en el Congreso sus iniciativas para modificar el Gobierno Federal: borra del mapa las secretarías de la Función Pública, de la Reforma Agraria y de la Seguridad Pública; crea la de Desarrollo Agrario y la Comisión Nacional Anticorrupción y atribuye nuevas áreas a las Secretarías de Gobernación y Desarrollo Social y establece un nuevo régimen de control gubernamental. Los cambios son complejos, producto sin duda de una reflexión minuciosa para corregir errores y adecuar las leyes a una realidad en constante cambio.
Miembros del equipo de transición del presidente electo son lógicos ocupantes de los puestos principales de la nueva administración. Para Gobernación y Hacienda los augures ya hablaron; los lambiscones empiezan a alinearse; los ladrones de la palabra “intelectual” ajustan las tarifas de sus revistas, servicios de asesoría, fabricación de encuestas y certificados de transparencia; los empresarios no quieren ‘chichi’, sólo que los pongan cerca; los precios de entrevistas disfrazadas de noticias de radio, televisión y prensa habrán de elevarse como cada principio de sexenio. Todo se acomoda. Si se trata de combatir la corrupción, el nuevo presidente se va a jactar, como el piloto aquel de Iberia obligado a tomar tierra.
Me interesan, en estas vísperas, los nombres de los secretarios de Desarrollo Social y Educación. El primero debe ayudar a solucionar el problema fundamental de México: el de la pobreza extrema de más de la mitad de los habitantes. Debe dedicar atención urgente, cueste lo que cueste, a la mejoría de vida de los miserables, privados de casa y salud, de empleos y esperanza. Y del segundo depende la juventud de hoy y el México de mañana. Tenemos 6 millones de analfabetas y varias generaciones de muchachos sin escolaridad superior. Es vital abrir las aulas a las carreras prácticas pero también a las disciplinas humanísticas, tan despreciadas por tantos gerentes de maquiladoras trepados al poder público. Ahí están los casilleros de cada secretaría en espera de palabras.
No comamos ansias: los nombres los sabemos. Nos pasa, tal vez, algo similar a lo fraguado por Edgar Alan Poe en su obra maestra: La carta robada. Ella contenía la clave. La buscaron en los rincones olvidados, los roperos antiguos, las cajas chamagosas y las paredes falsas. La carta, como los próximos ministros, evadía a los interesados.
Estaba a la vista. Todos habían pasado 100 veces delante de ella. Su contenido con ciertos nombres actuales está frente a nosotros. En la repisa de la chimenea.

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