jueves, 15 de noviembre de 2012

Jorge Volpi - Tres Obamas

El primer Obama es una anomalía, una quimera. Senador primerizo, de piel negra y familia desmembrada -padre nacionalista nigeriano; madre blanca, progresista y nómada-, educado entre Hawai e Indonesia, salta a la fama con un brioso discurso durante la convención demócrata que unge al malogrado John Kerry, su reverso: un liberal de alta cuna, estirado y, peor, afrancesado. Cuatro años después lo vemos transmutado en un joven líder tan lúcido como ambicioso, tan astuto como impredecible, decidido a trastocar todas las reglas del sistema y a vencer, en las primarias, ni más ni menos que a Hillary Clinton, otra rara avis.

Consciente -a veces demasiado consciente- de su originalidad y su exotismo, el primer Obama enarbola un discurso de reconciliación y esperanza cuando Estados Unidos, y el mundo entero, se precipitan en la mayor catástrofe económica desde el crash del 29. Tras los ocho años de Bush Jr., marcados a fuego por el 11-S y las campañas de Irak y Afganistán, con su desprecio de la legalidad, sus mentiras y su aprobación de la tortura, el primer Obama, esa anomal: ntiras, su greso a la normalidad democrcipitan en el mayor desastre econía, promete un regreso a la normalidad democrática. Frente a la retórica de la venganza, el equilibrio; frente a la hubris de Wall Street, rendición de cuentas; frente a la interesada disminución del estado, orquestada por los ideólogos neoliberales en alianza con los republicanos, un estado que ofrezca apoyo a los más débiles y frene el riesgo desmedido y la avaricia.



El primer Obama es también un hombre de su tiempo y, enfrentado al cascado y tozudo John McCain -metáfora ideal de su partido-, conquista la blogosfera, seduce a los jóvenes y a las mujeres, a los profesionales y a los sectores más golpeados por la crisis, y cuenta de por sí con el apoyo de negros e hispanos, minorías que forman mayorías. Su victoria se lee histórica: el primer presidente negro, sí, pero también el único que podría conducir a Estados Unidos, y al mundo, a una nueva era de estabilidad y cooperación.

Sólo que, en cuanto se muda a la Casa Blanca, acompañado por su ejemplar familia, el primer Obama da paso al segundo. Aún es una anomalía, pero ser parte del sistema es distinto a confrontarlo. Coherente con sus promesas, se esfuerza (y agota) en buscar un entendimiento con los republicanos, quienes le responden con desdén y, a la postre, con la campaña de desprestigio más brutal que se recuerde. Camuflada en el Tea Party, la extrema derecha dibuja al presidente como socialista o de plano comunista, cuando no sugiere que se trata de un musulmán nacido en Asia. El segundo Obama responde con la templanza del primero, pero el tiempo corre y sus ideales se diluyen.

Contra las cuerdas, el segundo Obama se empecina en ganar una heroica batalla: su reforma del sistema sanitario. Para lograrlo, descuida los demás frentes -la regulación del sistema financiero, el problema migratorio, el cierre de Guantánamo, etc.- y, al autorizar las ejecuciones extrajudiciales y los ataques con aviones no tripulados, se revela casi tan indiferente a la legalidad internacional como su predecesor, pero es el precio a pagar para obtener, al menos, ese triunfo. El asesinato de Bin Laden lo hace ver como un líder firme e implacable, pero para entonces el primer Obama casi se ha desvanecido.

Mientras el primer Obama se caracterizaba por su apertura, el segundo se muestra enigmático y opaco; mientras el primero encarnaba el futuro, el segundo luce contradictorio e improvisado; mientras el primero parecía capaz de sobreponerse a cualquier obstáculo, el segundo es la triste víctima del bloqueo de sus rivales; mientras el primero prometía transformar Washington, el segundo parece haber sido transformado por Washington. Poco importa que, en el proceso, los republicanos queden exhibidos por su mezquindad y su falta de espíritu patriótico: conforme se acerca el final su mandato, el segundo Obama luce débil, alicaído.

Durante la campaña electoral de 2012, el segundo Obama cuenta con una sola ventaja: Romney. El candidato republicano es su contrario: blanco, rico, sin convicciones (ser mormón es su único rasgo propio y lo oculta cuanto puede). Para devenir candidato, Romney se presenta como un ultraconservador antediluviano; luego, abanderando ya a su partido, busca el centro con desesperación. Tenso y arrogante, el segundo Obama -el peor Obama- se deja apabullar en el primer debate. En una dolorosa inversión de los papeles, por un momento Romney simboliza el cambio y el presidente la apatía de quien gobierna por inercia.

Sólo en el último instante, cuando podría perderlo todo, el primer Obama suplanta tímidamente al segundo: apenas lo necesario para obtener una ajustada victoria. Llega, así, el tiempo del tercer Obama. Un Obama que volverá a enfrentar una Cámara Baja con mayoría opositora. Un Obama que requiere el empuje del primero y la amarga experiencia del segundo. Un Obama que, desprovisto ya del temor ante la reelección, no puede conformarse con ser él mismo. Un Obama que es, hoy, una incógnita.

twitter: @jvolpi

Leído en http://www.elboomeran.com/blog/12/jorge-volpi/

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