jueves, 15 de noviembre de 2012

Sergio López Ayllón - ¿Es posible una democracia sin igualdad?


Hace algunas semanas el Conapred presentó el Reporte sobre la discriminación 2012. Esta investigación, desarrollada por un amplio grupo de expertos encabezado por el CIDE, presenta datos cuantitativos y cualitativos que permiten hacer un balance informado del estado de la igualdad en nuestro país.
Metodológicamente —y esto es una novedad— abandona el enfoque que estudia a la discriminación por grupos (mujeres, niños, indígenas, etcétera) para hacerlo por algunos de los procesos sociales más significativos, entre otros educación, salud, trabajo, acceso al crédito, justicia. En todos ellos se documentan graves condiciones de discriminación y con ello una situación que violenta profundamente el sentido democrático de nuestra vida social.




El primero de los derechos es la igualdad. No es casual que el primer artículo de la Constitución lo establezca cabalmente. En México todas las personas gozan de los derechos reconocidos por la Constitución y los tratados internacionales. Esto supone una concepción moderna del Estado democrático que no pasa únicamente por los procedimientos de participación política, sino también por reducir y eliminar tanto la desigualdad económica como la de trato. Subrayo que, como señala el informe, se trata de dos tipos de desigualdades distintas que, aunque a veces resulta difícil diferenciar, es necesario distinguir para entender sus fuentes, sus consecuencias y los mecanismos para combatirlas.
Como en otros campos, las últimas décadas permitieron avances. Se reconocieron constitucionalmente un número importante de derechos y se crearon las instituciones responsables de garantizarlos e implementar las políticas públicas que les dieran contenido. A pesar de ello, el diagnóstico no es alentador. La tarea está inacabada y las políticas fragmentadas. El estudio sugiere la necesidad de reorientar las políticas y los arreglos institucionales para generar sinergias y mejores resultados. Requerimos “un ordenamiento más eficiente de las prioridades y, sobre todo, un curso mejor definido para la eficacia de las acciones emprendidas por el Estado y la sociedad”. Es un modo de apuntar a lo mucho que aún tenemos que hacer para no retroceder en lo ya ganado, pues sin igualdad no hay libertad ni democracia.
El ejemplo paradigmático de los procesos institucionalizados de discriminación se encuentra en la justicia penal. Se detiene, procesa y condena a quienes menos tienen: ingresos, contactos, educación. Pero también existen condiciones institucionales que hacen de las mujeres, los jóvenes y los homosexuales las presas preferidas de un sistema profundamente injusto y desigual. Los datos son contundentes: las cárceles mexicanas están pobladas principalmente por jóvenes de bajos ingresos, sin educación, que crecieron en condiciones de marginalidad y violencia y por delitos de cuantía relativamente menor. Por lo demás, no existen indicadores que permitan pensar que se hayan diseñado o implementado políticas para corregir las condiciones que generan esta dramática situación.
Todo lo anterior obliga a subrayar la urgencia de poner seriamente en marcha la reforma penal de 2008. A cuatro años muy poco se ha hecho y persiste una visión fragmentada y limitada. No se trata sólo de implementar “juicios orales”, sino de reestructurar todo el sistema de justicia penal que involucra a las policías, los ministerios públicos, las defensorías de oficio, los jueces, las prisiones y aun los abogados. Una reforma parcial de cada elemento de nada sirve. Se requiere además una acción coordinada entre la federación y los estados para lograr construir un nuevo sistema nacional de justicia penal. Este es el tamaño del reto que deberá retomar la nueva administración del presidente Peña Nieto.

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