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La carretera que lleva a La Joya, Sinaloa, es oscura, no se puede ver más allá de unos cinco metros y muy pocos autos iluminan con sus faros el camino hacia el poblado de apenas 180 familiares.
Hay baches, grava suelta y, a veces, animales atropellados por los conductores que avanzan casi a ciegas, pero la camioneta pickup que conduce Adrián, de 29 años de edad, se abre paso con soltura entre la oscuridad de las 22:00 horas del 1 de julio de 2007.
Hay silencio… hasta que una serie de detonaciones rompen la tranquilidad; suenan lejos, en la sierra, pero inexplicablemente para Adrián hay gritos adentro del auto, donde viaja su esposa Gabriela, su hermana Guadalupe, sus hijos Ernesto, Greta y Julieta, de 6, 3 y un año de edad; también Teodora, de 16 años, y su sobrino Joaquín, de 7.
Frena la camioneta y el campesino mira: los gritos acompañan a cuerpos que se mueven de dolor. Gabriela y Greta no se mueven.
La esposa e hija de Adrián han muerto, aunque él no sabe por qué o de dónde se originó tanta sangre. Sólo atina a marcar el alto a un vehículo para pedir ayuda y que se lleven a los heridos a un hospital.
Está confundido, pero logra ayudar a los sobrevivientes a subir al auto de las personas que lo ayudan. Da indicaciones de llevar a los heridos a un hospital en Badiguarato… hasta que un grupo armado interrumpe el rescate.
Son una decena de soldados, todos con aliento alcohólico y dos en franca embriaguez, quienes les explican que lo vieron conducir a alta velocidad y que deben revisar el interior del vehículo; Adrián intenta explicarles que no pueden perder tiempo, que alguien les disparó y van con prisa para que atiendan a sus familiares vivos.
Ante el asombro de Adrián, está detenido por “trasladar cadáveres”.
El campesino grita. Les dice que no son “cadáveres”, sino los restos de su esposa y su segunda hija, y que debe llegar al hospital para salvar a sus demás familiares, pero los soldados no ceden y sólo logra negociar que los heridos esperen a ser trasladados en una ambulancia de la Cruz Roja hasta la capital del estado.
Pero el tiempo perdido tiene consecuencias y su hermana, y el resto de sus hijos mueren por las heridas de bala antes de ver a un doctor; sólo él, Teodora y Joaquín sobreviven.
Días después, el joven se enteró que esos militares estaban acampando a la orilla de la carretera y que, en la borrachera, dispararon hacia la oscuridad e impactaron en su camioneta. Por eso, trataban de ganar tiempo para pensar cómo salir del problema.
Mientras un grupo los tenía detenidos, otro comando de militares buscó y encontró la pickup roja de Adrián y puso en la caja del auto varios costales de marihuana. En el extremo de la desesperación, los militares disparan hasta matar a uno de sus compañeros y acomodaron el cuerpo en la zona para incriminarlo.
La trampa estaba lista: los miembros de la Zona Militar de la Tercera Región de Sinaloa dirían que marcaron el alto a la camioneta de Adrián, que él respondió a tiros y mató a un soldado, por lo que el grupo respondió con una ráfaga y, luego, hallaron la droga.
Finalmente, Adrián logra llegar a un hospital, donde pasa horas entre médicos y militares que lo tienen detenido. Antes de ser procesado, da su versión a visitadores de la comisión estatal de Derechos Humanos, quienes después de las pesquisas concluyen que él no es narcotraficante, no disparó a nadie y la marihuana no era suya.
Quedó libre, sin cargos y con una disculpa. A cambio de esa noche en que perdió a su familia, la Sedena le comunicó que 14 militares cumplen penas de entre 16 y 40 años en una prisión federal y le envío varios cheques para indemnizar la mutilación de su familia.
Ninguno, cuenta su hermana Edith, vale como las joyas de su vida… perdidas camino a La Joya.
Este relato se desprende de la recomendación 40/2007 dirigida al Secretario de la Defensa Nacional, Guillermo Galván Galván, la cual sí fue aceptada.
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