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Los familiares de Gabriel aprietan con fuerza los rosarios mientras caminan detrás del féretro. Papá, mamá, hermano, primos lloran y rezan mientras sus miradas se fijan en la fosa abierta, que albergará el cuerpo del joven de 19 años, asesinado la noche anterior.
Fue el 8 de abril de 2008 en Villa Ahumada, Chihuahua, cuando los familiares de Gabriel lloran con las manos enredadas en rosarios, sin saber que dos helicópteros del 76 Batallón de Infantería del Ejército Mexicano sobrevuelan la zona en busca de criminales.
El operativo lleva unas horas en el aire, hasta que los militares confunden con su mirada puesta en los binoculares, los objetos religiosos con armas largas, y a los deudos con supuestos integrantes del crimen organizado.
Con el supuesto descubrimiento, un comando militar entra en sigilo al panteón municipal mientras los dolientes rezan. Los rodean, los encañonan. No han terminado el rosario dedicado a Gabriel cuando les ordenan, a gritos, apagar los celulares y dividirse: a la izquierda mujeres y niños, a la derecha los hombres.
El grupo de los hombres lo componen Adán, Luis, Roberto, Samuel, Jonás, Mario, Octavio y Martín, quienes no entienden por qué les pidieron quedarse tirados bocabajo junto a la tumba abierta de su hermano, primo y amigo.
Ven a los militares hablar entre ellos y amenazar con sus metralletas a quien pide que permitan continuar con el entierro; les exigen que revelen donde escondieron las armas que sus compañeros vieron desde el aire.
Como nadie habla, los soldados dan una orden: todos los hombres van para adentro de una camioneta que los llevará al Ministerio Público Federal para explicar de dónde obtuvieron las armas y qué estaban planeando… pero los vehículos no llegaron ahí, sino hasta 24 horas después.
En realidad, paran en las instalaciones de la 5a. Zona Militar y los introducen a un salón cerrado con los ojos vendados.
Les exigen declararse culpables por posesión de armas exclusivas del Ejército; les dicen que tienen evidencia de que dispararon contra los helicópteros y de que querían huir.
Los ochos hombres lo niegan, insisten en que lo que tenían en las manos eran rosarios y suplican que los dejen ir. Entonces, los amarran para que terminen por confesar su delito.
A Luis le ponen una bolsa en la cabeza que le impide respirar; a Jonás, le dan toques eléctricos en el cuerpo; a Octavio, lo ahogan con la cabeza en una pileta; al resto, golpes y quemaduras que los hacen perder el conocimiento, que sólo recobran a patadas que reciben de sus captores.
Los militares repasan diversas formas de tortura: desde ahogarlos con una toalla húmeda en la cara y echarles cubetadas de agua fría, hasta quemarles la piel con cigarros.
Así pasan más de 24 horas hasta que, a medio aliento, los ocho se rinden. Aceptan todo, incluso que son narcomenudistas. Finalmente llegan al Ministerio Público, donde se abre la averiguación previa AP/PGR/CHIH/JUAREZ/370/2008-IV, que los condena a un auto de formal prisión.
A punto de entrar a la cárcel, cinco mujeres que estaban en el funeral introducen una queja ante la comisión de Derechos Humanos de Chihuahua, por lo que el Cuarto Tribunal Colegiado del Décimo Séptimo Circuito les otorga un amparo, ante la posibilidad de que la confesión se haya obtenido de manera ilegal.
Los médicos confirman que durante el lapso que estuvieron desaparecidos, los ocho presentan en sus cuerpos hematomas, escoriaciones, hemorragias, edemas en los ojos y esguinces. Lo que más duele, dicen, son las quemaduras a causa de los toques con cables "pelones" directos en la piel.
Con esos certificados evitaron la cárcel, pues la orden de aprehensión se canceló cuando se conoció que las confesiones se obtuvieron mediante tortura.
Ese día, los ocho regresaron a casa y los militares volvieron a patrullar el municipio.
Este relato se desprende de la recomendación 59/2009 dirigida al Secretario de la Defensa Nacional, Guillermo Galván Galván, la cual no ha sido aceptada.
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