Regresaron con la presunción de que ellos sí sabían gobernar. Que todo lo que había pasado en los últimos doce años era producto de la incompetencia de unos ingenuos. No eran capaces de producir orden, no sabían cómo trabajar con el Congreso, ni siquiera se entendían entre sí. Eran los responsables de la explosión de la violencia, del retraso en las reformas, de la “pérdida de autoridad”. Los panistas sabrían ganar elecciones pero no sabían gobernar. Ya no eran los “místicos del voto de antes”: ahora eran inútiles con votos. Los priistas cultivaron así la leyenda de su época: antes de la llegada del PAN, la política era un reloj que funcionaba con exactitud, una pirámide bien asentada donde regía el principio de autoridad.
El candidato del PRI hizo de la eficacia el centro de su oferta política. Sería el presidente que le devolvería empuje al país. Su proyecto no se distinguía con claridad del proyecto panista. La diferencia era el acento en la capacidad. El gobernador del Estado de México ofrecía oficio al servicio de la continuidad. Al enfatizar esa capacidad para lograr lo deseado, Peña Nieto apuntaba la ineptitud de los panistas y afirmaba, a la vez, el valor con el que habría de medirse su gestión. Peña Nieto ha querido que se le evalúe con el medidor de la eficacia: capacidad para conseguir lo propuesto. Desde luego, el rasero de la eficacia no es el único que debe emplearse para medir la acción política. ¿Eficacia de qué? ¿Eficacia para qué? ¿Eficacia a qué costo? Ser eficaz es conseguir lo que uno quiere, no es necesariamente lograr lo conveniente. Que el gobierno se salga con la suya no es necesariamente una buena cosa. Pero, si bien debemos decir que ese valor no es el único relevante, podríamos aceptarlo para evaluar la acción de un gobierno que se presume eficaz.
El Pacto por México embonó a la perfección con el propósito de construir una “democracia de resultados”. Una coalición extravagante que incorporó a la izquierda y a la derecha en un programa reformista ambicioso y relativamente concreto. El pacto fue una bolsa de oxígeno para tres enfermos: el gobierno necesitaba votos en el Congreso; al PAN le urgía deslindarse de su pasado reciente; al PRD le convenía marcar la diferencia con sus radicales. Funcionó. No solamente facilitó las primeras reformas de la administración, también ayudó a redefinir el perfil de los partidos y trazar con nitidez sus diferencias interiores. Se trató de un pacto de la clase política para reivindicar lo legítimamente común: una política de Estado frente a los poderosos intereses parciales.
No fue poco lo que se logró con ese acuerdo en los primeros meses de gobierno. Parecía, en efecto, que se había encontrado una fórmula para la eficacia: negociaciones entre el gobierno y los dirigentes partidistas que eran ratificadas velozmente por el Congreso. Algo había de cierto en el eslogan: la política movía a México. La mesa del Pacto sustituyó en la práctica al Legislativo como foro de la discusión y el acuerdo. Esa fue la primera avería de la eficacia. Los legisladores empezaron a resentir el maltrato de las cúpulas y a oponer su resistencia al libreto del gobierno y sus aliados. El Pacto hizo crisis primero por la fragilidad de los liderazgos partidistas, por la precaria cohesión interna de las oposiciones, por las vivas animosidades que hormiguean dentro de los partidos.
Pero la eficacia se desmorona a golpes de imprevisión, docilidad y descoordinación del gobierno federal. En pocas semanas se ha diluido la imagen de capacidad política. El gobierno no tiene más discurso que elogiar su despegue y el hallazgo de aquel pacto. La presidencia renuncia al liderazgo, incluso a los instrumentos constitucionales de su poder, como lo es la iniciativa preferente. El gobierno parece haber abdicado a su voluntad: quiere lo que quiere la mesa del Pacto y no se atreve a pensar por fuera de ese espacio. Tal vez no debería sorprender, pero es notable la falta de argumentos del gobierno para defender sus políticas -más aún su indisposición para razonar en público sus propios proyectos. El gobierno cree que una campaña publicitaria y la tonta evocación del general Cárdenas puede vender su reforma energética. Los críticos de la incompetencia reciente han dejado todos los espacios a sus adversarios. Al tiempo que el discurso oficial enfatiza la ambición reformista, el equipo presidencial es profundamente conservador... e incompetente. El aterrizaje de la reforma educativa es una lección de ineptitud y de arrogancia. Nadie que haya vivido en México en los últimos años podría sorprenderse de la reacción magisterial. Nadie... menos el gobierno de Enrique Peña Nieto.
Atado a su única estrategia, renuente a cualquier conflicto, desprovisto de un equipo coherente y enérgico, congénitamente indispuesto a la polémica, el gobierno federal se atasca de nuevo en la esterilidad. El espejismo de la eficacia priista no aguantó un año.
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Leído en http://criteriohidalgo.com/notas.asp?id=189170
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