La Coordinadora Nacional de Trabajadores de la Educación (CNTE) se venció a sí misma y sufrió esta semana su mayor derrota política, una derrota de la que le costará recuperarse, si es que lo hace.
Ayer nuevamente bloquearon buena parte de la Ciudad de México, pero el movimiento está ahogándose en su propia dinámica, en su lógica de colocar la movilización al límite y no dejar espacios a la negociación. Sus últimas demandas lo demuestran, como confirman también que su apuesta, sobre todo de la Sección 22, es preservar sus propios intereses: piden que el gobierno de Oaxaca les pague sus salarios (la última quincena no la percibieron por estar plantados en el Zócalo capitalino en lugar de estar dando clases en su estado) nada más ni nada menos que en la propia Ciudad de México, y que además, aquí mismo, les paguen un bono adicional que estaba pendiente. Por otra parte demandan, ya que se aprobó la Ley del Servicio Profesional Docente, que la reforma no se aplique en el estado de Oaxaca. Ninguna de las dos cosas, salvo que exista un negociación secreta inconcebible en esos términos, es viable.
La Coordinadora perdió porque, por sobre todas las cosas, su lucha no tiene ninguna credibilidad entre la población: ni en el 95% de los maestros que están con el SNTE y no la siguen ni con la población en general. Intentar repetir el sitio de Oaxaca de 2006 en la Ciudad de México fue un grave error porque el halo de movimiento antiautoritario que lograron correr en aquella ocasión ahora se desvaneció y los mostró como lo que son: un movimiento reaccionario, que busca conservar privilegios y que es profundamente intolerante con la gente, con la ciudadanía, con las instituciones y con los medios de comunicación. No me imagino nadie que haya vivido estos días de caos en la Ciudad de México que haya sentido simpatía por una causa que, por otra parte, no puede tenerla porque no tiene mayor sustento que conservar sus propios espacios de poder.
Perdieron porque, pese a los grises incorporados en eladdendum de la reforma, en la nueva ley se establecen los términos concretos para la evaluación de los maestros, manteniéndose la cláusula de que un maestro que no apruebe en tres ocasiones consecutivas su evaluación (pese a que podrá tener cursos de regularización), no perderá su plaza, pero pasará a tareas administrativas. Se establecen mecanismos de profesionalización claros también con los nuevos maestros, mismos que permiten, además, mejoras salariales y docentes por su propio ejercicio magisterial. En ese sentido la reforma de las normales es clave. Se establecen reglamentaciones muy precisas para que los comisionados ya no sean pagados por el erario, sino por el propio sindicato. Y con ello también se reduce la discrecionalidad en el manejo de los recursos en los propios estados. También se garantiza que los conflictos existentes en estos movimientos se resolverán en tribunales laborales, no administrativos. Se asegura que en unos cuatro o cinco años, buena parte de la plantilla docente se renovará simplemente por la operación de estos mecanismos.
Personajes como Manuel Bartlett, que aunque usted no lo crea fue secretario de Educación Pública, dijeron que esto no era una reforma educativa sino laboral y que por eso se oponían. Claro que en parte, sobre todo en lo referente al Servicio Profesional Docente, es una reforma laboral. Pero lo que sucede es que ese entorno laboral, esas condiciones laborales, esas prerrogativas de las que gozaban distintos grupos, sobre todo la Coordinadora, son inadmisibles en un sistema educativo que desee ser mínimamente eficiente. Pero tampoco se debe olvidar que la ley del Servicio Profesional Docente fue acompañada por otras dos leyes secundarias que garantizan lo más importante y que es lo que se estaba perdiendo: una educación pública, gratuita, laica y de calidad.
El movimiento de la Coordinadora es, y en buena medida eso también comenzó a mostrarse con mayor claridad en estos días, una coartada fantástica para todo impulso a la privatización de la educación. Nadie puede querer que quienes estén enseñando a sus hijos sean un grupo de vándalos capaces de cualquier acto de violencia, tampoco que en las escuelas se enseñe que “movilizar es educar” en lugar de español, matemáticas o historia. Nadie quiere maestros que no desean mejorar su nivel, no enseñar (o aprender ellos mismos) inglés o computación porque no lo consideran necesario. Si se impone esa visión de los maestros (e insistimos, 95% de los maestros no comparte las posiciones de la Coordinadora y garantizada su estabilidad laboral están dispuestos a apoyar las reformas) la única opción que le queda a los padres de familia es colocar a sus hijos en escuelas privadas. Lo que puede ser el mejor negocio de la vida para quienes impulsan la privatización de la educación. En eso también perdió la Coordinadora. La educación pública será gratuita, laica y de calidad.
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