lunes, 7 de octubre de 2013

Jorge Volpi - Retóricas de la desmesura

No son muchos. Tal vez cientos de miles en un país de millones. Un ínfimo porcentaje de la población en cualquier caso. Pero saben lo que quieren, como si se tratara de una revelación divina -no por casualidad son incapaces de separar la religión de la política-, como si un profeta les hubiese susurrado al oído. Si de algo se enorgullecen, es de sus convicciones monolíticas, de su tesón, de su fe. Amparándose en el mito de los Padres Fundadores, no están dispuestos a ceder o a negociar un ápice. Poseen el predominio de la verdad y, como los fundamentalistas de cualquier parte -los islamistas del entorno árabe y persa, los neofascistas y neoanarquistas del nuestro-, están dispuestos a inmolarse por su causa -o a sacrificar a los demás.




Se llaman de mil maneras y adquieren mil rostros diversos (a veces al aire libre, a veces encapuchados), pero sus consignas son las mismas: jamás retroceder -gritado con iguales dosis de histeria y de orgullo-, nunca dar un paso atrás. Son radicales. Para ellos, la democracia liberal es una engañifa, un ciclorama que oculta un régimen oligárquico, en el que todas las decisiones son tomadas por unos cuantos actores tras bambalinas (aquí no yerran del todo). Adeptos a las teorías de la conspiración y provistos de una alergia visceral hacia cualquier forma de gobierno, sueñan con un mundo desprovisto de leyes -o con las escasas leyes que ellos impondrían.

Dostoievski los describió a la perfección en Los endemoniados, por más que ahora no sean quienes arrojan bombas, al menos en Occidente: irascibles, iluminados, puros. Es posible hallarlos en casi cualquier sitio, aunque en muy pocos casos logran decidir la agenda pública, como ocurre hoy en Estados Unidos. Desde hace años se han agrupado allí en pequeños clubes, sumados en el movimiento denominado Tea Party. Y, aunque son unos cuantos, al día de hoy han sido capaces de capturar -de secuestrar- a todo el país. Inspirados tanto en las ideas libertarias de Ayn Rand, Hayek ("el Estado es el problema, no la solución") o Friedman ("las ventajas de la civilización... jamás han provenido de un gobierno centralizado"), como en el más pedestre populismo de derechas o en los sermones de los cristianos renacidos (con su lectura literal de la Biblia y su odio a Darwin), se han adueñado del Partido Republicano.

Así, sin que exista una auténtica crisis de deuda pública, han conseguido el cierre de la administración federal sólo por motivos ideológicos. En su rechazo frontal contra el Estado, al que consideran fuente de todos los males y perverso destructor de la iniciativa individual, la reforma sanitaria propuesta por el Presidente y validada por el Congreso y la Suprema Corte les parece el mayor atentado contra la libertad y, a fin de combatirla, han secuestrado a toda la nación. Lo más lamentable es que John Boehner, el vocero de la Cámara de Representantes, haya aceptado seguirles el juego. Temerosos de ser vistos como blandos y de perder los distritos controlados por el Tea Party, los líderes republicanos se pliegan a sus designios, provocando que Estados Unidos luzca, según el líder de la mayoría demócrata en el Senado, como una "República bananera". Ésta es la terrible consecuencia de que, a lo largo de los últimos años, el GOP no haya sabido distanciarse de estos radicales sino que, en contra de toda lógica, haya enarbolado su enardecida retórica, que no ha tardado en convertirse en el discurso oficial del Partido.

En su dogmático frenesí, el Tea Party considera que Obama es su mayor enemigo y no ha dudado en calificarlo de "comunista", de "musulmán", de "dictador", de "terrorista". Los discursos de sus miembros no se ahorran mentiras y exageraciones, repetidas hasta la saciedad por medios conservadores como Fox o comentaristas ultramontanos como Glenn Beck, los cuales apenas se sonrojan al comparar a Obama con Lenin o Stalin. Debido a ello, ahora los republicanos son incapaces de deshacerse de estos agitadores que los tienen atrapados por el cuello mientras Estados Unidos acelera su descomposición como potencia global.

La enseñanza es clara: nada hace tanto daño a un país como la polarización retórica de su discurso público. En nuestro país aún no padecemos una desmesura equivalente, pero hay que estar alerta para que los excesos verbales no contaminen a sectores más amplios. Porque el peligro se encuentra ya aquí, en algunos medios de comunicación y en las redes sociales. Basta observar cómo los radicales de un lado exigen el exterminio de los maestros de la CNTE o los comparan con parásitos, o cómo los radicales del otro comparan al actual régimen con el de Pinochet o igualan a Peña Nieto con Hitler, para saber que pisamos terreno frágil. Si unos pocos iluminados han conseguido paralizar la administración estadounidense, imaginemos lo que podría ocurrir en México si la histeria retórica de unos y otros llegase a extenderse más entre nuestros desgastados y zozobrantes partidos.

 
Twitter: @jvolpi


Reforma


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