Desde la sierra de Afganistán, sin contacto con la televisión o la cultura de occidente, una niña de 10 años que ha sido entregada en matrimonio a un hombre de 30, se retira la burka (ese velo que cubre de pies a cabeza) y escapa. No sabe a dónde ir, no sabe por qué, pero está convencida de que lo que está sucediendo en su vida es injusto. Nadie le habló jamás de derechos humanos, sin embargo ahora no solamente defiende los suyos, sino los del resto de las niñas que cada año se ven obligadas a entrar en matrimonios infantiles por una cultura misógina que todo lo sustenta en sus principios religiosos.
Tres pequeñas –una de Haití, una de México y una de Bolivia– pelearán una batalla antes de cumplir los 12 años porque están seguras de tener derecho inalienable a ser educadas, a aprender a leer y escribir. Una quiere ser matemática, otra médica, otra quiere ser maestra. Además nadie les aleccionó –algo en su interior les dijo desde muy pequeñas que tienen el poder de decidir su destino– que si sus madres no tuvieron esa opción, ellas la tomarán a costa de lo que sea.
Cada año, millones de niñas en el mundo están reflejadas detrás de casos individuales que surgen en la prensa. Las niñas valientes, inteligentes y decididas. Chicas que han osado rebelarse contra un sistema opresivo que, a pesar de los avances en los derechos de las mujeres adultas, siguen recibiendo mensajes cifrados sobre su condición de inferiores, de objetos sexuales para adultos, de esclavas serviles para familias ricas, de nacidas para servir y no para vivir, para manipular y no para construir.
Delante de mí, una niña de unos seis años se mueve incómoda. Intenta quitarse el velo que le rodea el rostro y el cuello, sonríe porque sabe que está haciendo una travesura, pero sigue intentándolo. Estamos en Indonesia, en la ciudad de Yogijakarta, otrora ciudad hinduista y hoy tomada por los líderes musulmanes. Bajo casi 40 grados centígrados y un sol radiante, ellas deben cubrirse con mangas largas; la cabeza no debe mostrarse, sus cuerpos son impuros, impuros cuando son bellos, impuros cuando desean nadar en las albercas como cualquier niña. Luego sus cuerpos son impuros cuando menstrúan, porque menstruar sigue siendo un tabú monumental que las manda al encierro.
Ella no quiere ese velo, pero su padre, vestido con toda frescura, la mira implacable; la madre, sudorosa también, casi desganada, le quita la mano para que no se desvele. No, no puede descubrirse; su nueva religión le impide ir con la belleza al sol como las niñas de Bali, la isla vecina.
Según el imán de su mezquita, el Profeta estableció las reglas para el comportamiento de las mujeres. En todo el mundo, esta segunda ola ultraconservadora de machismo postmoderno (reflejado a veces por la vía del discurso religioso, a veces por la retórica política para salvar al mundo de su perdición) intenta someter a las niñas de la misma manera en que estuvieron sometidas sus abuelas. Esas que comenzaron poco a poco una revolución silenciosa para acceder al voto, a espacios públicos y sus derechos privados.
El mundo no es de ustedes, parecen decir a las niñas algunos líderes políticos del mundo que pretenden reinstaurar las reglas de virginidad, sumisión y maternidad forzada. Aquí, allá, desde Oaxaca hasta Estambul, desde Camboya hasta Japón. Las he visto fuertes y valientes en Sri Lanka, en Brasil y en Nepal. Ellas tienen voz y es nuestra obligación moral escuchar lo que tienen que decir y compartir sus ideas con las niñas de México.
Porque estas niñas postmodernas no son las mismas que fueron nuestras abuelas. En Indonesia, en Afganistán, México, Perú o Bolivia. Ellas se rebelan contra los estereotipos que les dicen que han de ser buenas y santas, pero a la vez les venden la hiper-sexualización como único acceso a una falsa libertad o las fuerzan a la prostitución como si fueran objetos inanimados útiles a la hipocresía de los dueños del doble discurso. Ellas están descubriendo que sus cuerpos les pertenecen y sus ideas también. Las niñas del mundo poco a poco se sublevan, cuestionan, huyen del maltrato, levantan la voz y no se arredran.
Ellas son el futuro de un mundo verdaderamente diferente. Nunca antes habíamos presenciado una ola de rebelión tan luminosa, tan vigorosa como la del poder de las niñas y adolescentes, para decirnos que el mundo tal como está, no funciona.
Pocas cosas más emocionantes que esta revolución de chicas que afloran aquí y allá, no como un raro milagro, sino como una fuerza social inagotable. Ellas están reclamando un mundo igualitario, el mismo que quieren reconstruir. Son la verdadera revolución porque cuando sean adultas, cuando eduquen a otras y otros, lo harán desde un lugar diferente, porque mirarán el mundo desde un lugar distinto que las habrá tratado con respeto y equidad.
Sus voces las documentamos en todas partes, desde distintos frentes. Aquí, dos de ellos, para inspirarnos y entrar en contacto con esa niña interior que alguna vez supo que la libertad no es negociable. Tus hijas, nuestras hijas, las hijas del mundo han comenzado a levantar la voz.
Aquí Girl Rising:
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