viernes, 25 de octubre de 2013

Juan Villoro - El regreso de la soledad

Hay rostros que parecen resumir una época o una etnia. Las facciones de Zapata condensan la Revolución mexicana, y las de Diego El Cigala, la gitanería entera.

En ciertos momentos históricos afloran rasgos físicos que luego se pierden en las noches de los tiempos. Pensemos, por ejemplo, en las contundentes narices de la Revolución francesa. El país de los perfumes y las salsas complicadas produjo apéndices olfativos que detectaron en las barricadas de dónde venía el olor a pólvora. Charles De Gaulle ofreció una última versión del caudillo francés que olfatea para mandar.





Mi amigo Emmanuel Rigal se encuentra, como el personaje de Quevedo, a una nariz pegado. Un abuelo normando le heredó el rasgo que define su carácter. Durante años ejerció puestos de mando en la industria automotriz. Entraba a los talleres precedido de su instrumento para respirar aceites multigrado. Su silueta imponía distancia y su temperamento cercanía. Alguien muy severo para unas cosas y muy cordial para otras.

Hace poco habló para decirme que había aceptado una prejubilación. Lo significativo no era eso, sino que optó por un aislamiento total. “Es la última vez que llamo”. No lo dijo en el tono del condenado a muerte que expresa su última voluntad, sino con la alegría de quien se siente liberado. Acto seguido, me recomendó que leyera una entrevista con Pascal Quignard en un número atrasado de Babelia.

Busqué el texto y supe que el autor de Todas las mañanas del mundo había “cortado los cables”. Después de trabajar activamente en la editorial Gallimard y dirigir con éxito un festival de ópera barroca, el novelista y musicólogo había dejado de luchar contra la soledad.

Sin conexión aparente, en otro pasaje del diálogo lamentaba que las iglesias cerraran por temor a los asaltos, negando el refugio y el recogimiento que antes ofrecían.

Al margen de consideraciones religiosas, ésta queja señalaba la pérdida de un espacio solitario, una isla callada en medio de la marea urbana.

Incluso la liturgia ha sido invadida por las gregarias necesidades de la hora. La última vez que fui a misa, ¡sonó el celular del sacerdote!, y nadie pensó que Dios hiciera la llamada.

Ignoro cuántos “cables” cortó Quignard. Lo cierto es que renunció al teléfono y procura que ningún estímulo externo lo afecte. Aficionado a tocar el piano, no lee partituras completas; elige fragmentos para construir un repertorio estrictamente personal. En su papel de ermitaño entusiasta, merece el calificativo de “Robinson voluntario” que alguna vez Cortázar se aplicó a sí mismo.

Al leer la entrevista, recordé el extraño comentario que mi amigo Rigal hizo cuando le recomendé Vida y destino, la titánica novela de Vasili Grossman. “Me adapto a todo”, respondió. No le había pedido que se trasladara al frente de guerra, pero él parecía dispuesto a hacerlo.

La lectura es una de las pocas experiencias en las que aún estamos solos. Aunque dialogamos mentalmente con alguien lejano y muchas veces muerto, nos encontramos al margen de la ruidosa vida rápida, en un espacio aislado, como los que Quignard buscaba en las iglesias, ya cerradas por los robos.

Emmanuel Rigal se “adaptó” a ese libro como a una isla desierta y ahora se adapta a una vida sin contactos. Es posible que su peculiar fisonomía haya contribuido a su retiro. Cuando Gógol se exilió en Roma, mitigó su soledad disfrutando las sorpresas aromáticas de la ciudad: “Quisiera ser solo una nariz”, escribió en una carta.

El olfato opera en proximidad y presta servicios especiales a los solitarios. El eremita dialoga con plantas fragantes. Mi amigo Emmanuel tiene el perfil del chef que detecta, desde la puerta de la cocina, que al guiso en el fogón le falta orégano. ¿Su recién descubierta pasión por la soledad revela un capricho personal determinado por su organismo? Me inclino a pensar que más bien señala una tendencia social que cambiará nuestras costumbres y motiva éste artículo.

Tal vez las despedidas de solteros lleguen a ser sustituidas por despedidas de gente sociable dispuesta a sacrificar sus celulares y las agencias de contactos por agencias que ayuden a desconectarse.

El calvario del náufrago que sobrevive en una playa sin nombre comienza a convertirse en una aspiración. Si las iglesias continúan cerrando sus puertas, no será raro que las misas se celebren en Internet. Ante una realidad progresivamente virtual, la gente buscará alivio en otros santuarios.

Emmanuel Rigal se fue a vivir a un pueblo en la montaña. Hace poco vino a verme. Se mostró un tanto decepcionado de su lugar de retiro: “Está lleno de solitarios”.

Por lo visto, la especie no puede renunciar a la vida en común. Basta que alguien haga una cosa para que otro lo imite. El deseo de soledad se ha vuelto colectivo.

Sólo falta que los chinos se retiren y vengan a vivir entre nosotros.

Leído en http://criteriohidalgo.com/notas.asp?id=199659

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