sábado, 16 de noviembre de 2013

Carlos Arredondo Sibaja - La felicidad

¿Qué es la felicidad?

Se trata de un enigma tan viejo como la humanidad, de un tema a cuya disección las generaciones de todas las épocas han dedicado ingentes cantidades de tiempo y sobre el cual se ha teorizado prolijamente.

Las rutas de aproximación a los misterios del término bien pueden considerarse infinitas: lo mismo se le asedia desde la filosofía que se busca iluminarlo con la ayuda del esoterismo; lo mismo intentan resolver la ecuación los endocrinólogos que asaltan las murallas de la fortaleza los ministros de culto de todas las religiones.

Huelga decirlo: la felicidad ha resistido todos los embates y mantiene sus misterios guardados allí, a donde ninguna herramienta intelectual ha logrado introducir sus ganzúas.






No faltará quien argumente, frente a la afirmación anterior, que el problema es sólo de enfoque, pues si algo nos sobra son definiciones. Tan sólo hace falta escoger la más adecuada para nuestros propósitos. E incluso podemos tomar una colección de estas y usarlas según se requiera.

Podríamos, por ejemplo, acudir a Voltaire cuando, frente a un auditorio complejo, sintamos la necesidad de lagar un modelo conceptual robusto: “Buscamos la felicidad, pero sin saber dónde, como los borrachos buscan su casa, sabiendo que tienen una”, diríamos entonces.

Si, en cambio, deseamos arrancar las risas del auditorio, o hacer mofa de alguna circunstancia concreta, es posible acudir al sentido del humor del padre del psicoanálisis y soltar una agudeza del estilo: “Pues como diría mi compadre Sigmund Freud: ‘Existen dos maneras de ser feliz en esta vida, una es hacerse el idiota y la otra serlo’”.

Si queremos escucharnos profundos -frente a nuestros hijos, por ejemplo-, entonces la adustez de Tolstoi es la respuesta: “Mi felicidad consiste en que sé apreciar lo que tengo y no deseo con exceso lo que no tengo”.

Ahora que si el asunto es simplemente dejar patente nuestro estado eufórico, pues Palito Ortega es insuperable en ese terreno: “La felicidad, ja, ja, ja, ja/ de sentir amor, jo,jo, jo, jor/ hoy hacen cantar, ja, ja, ja, jar/ a mi corazón, jo,jo, jo, jon...”.

Y pues sí, desde la esquina de quienes defiendan la inexistencia del misterio el punto está muy claro: muy lejos de la ignorancia, la humanidad se encuentra más bien frente a una sobre población en el terreno de las definiciones... Ya si no se quiere ser feliz ha de ser por necedad.

Por desgracia, la necedad es más bien el vicio de la realidad y por ello se niega a rendirse sin más. Así, aunque aprendamos de memoria los conceptos, las definiciones, lo poemas y las tonadas, es posible que nunca lleguemos a experimentar esa sensación, ese estado, esa condición presuntamente inherente a nuestra circunstancia de seres humanos dotados de alma.

Que no se aprende a ser feliz, pues. Por eso, no puede haber un seminario, coloquio, simposio, diplomado, curso, foro, conferencia magistral o taller al cual podamos acudir para adquirir el conocimiento para ser felices.

Por eso mismo también, los intentos se suceden unos a otros. Por eso los representantes de todas las disciplinas mantienen el esfuerzo por localizar las raíces del misterio, por desentrañar el enigma detrás del cual se encuentra el secreto de la felicidad.

Se trata, a no dudarlo, de un esfuerzo necesario. El valor de la revelación es de una trascendencia tal para la humanidad, que no podemos renunciar a la posibilidad de conocerla.

En ese sentido, ningún afán es despreciable, ningún empeño sobra, ningún sacrificio es vano... Incluso si el denuedo tiene un origen sospechoso, como naturalmente ocurre cuando el ahínco por desvelar la interrogante se recrea en una oficina gubernamental.
Difícil de creer que un burócrata o, peor aún, un político, pueda ocuparse en la búsqueda de la felicidad. Sobre todo, si se trata de la felicidad de sus semejantes, pues tal circunstancia riñe frontalmente con los apetitos que impulsan a los mortales a buscar el poder.

Pero toda regla tiene excepciones, dice la regla. Y ésta pues no podría ser la excepción, así que hace unos días nos ha llegado desde sudámerica -esa porción del continente donde Dios ha decidido que nazcan los apóstoles posmodernos de la democracia- una teoría interesante acerca de la madre de todas las interrogantes.

La felicidad, nos ha revelado el presidente Nicolás Maduro (un hombre muy dado a las revelaciones), está en el calendario, concretamente en el último mes del año y, para ser más exactos, en las 24 horas del día que inicia a las 24 horas del día 24 de diciembre, oséase, en la Navidad.

Resuelto el misterio, lo que sigue es sencillo: decretar 54 días de Navidad para lograr, sin mayores esfuerzos ni aspavientos, “la suprema felicidad social de todo el pueblo”... ¡Simple como una simple regla de tres!: Si la felicidad está en la Navidad, pues adelantemos y alarguemos la Navidad... Y ya...

¿Cómo chingaos no se nos ocurrió antes?

¡Feliz fin de semana!

carredondo@vanguardia.com.mx
Twitter: @sibaja3


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