El caso del avión con matrícula mexicana que fue obligado a aterrizar y que la fuerza aérea venezolana decidió incendiar resulta no sólo de lo más sospechoso, sino contrario a los protocolos internacionales que se siguen en ese tipo de casos.
Hay una serie de dudas e interrogantes obvias. Por ejemplo: el presidente de Venezuela, Nicolás Maduro, molesto por la explicación que pidió el gobierno de México, dijo en tono insolente que Enrique Peña Nieto estaba abogando por un avión que estaba full de cocaína.
Si esto es o era así, si efectivamente la nave traía carga ilegal, el asunto ameritaba un trato diferente y no la inmediata destrucción de todas las pruebas.
El gobierno venezolano tenía que haber sido el primer interesado en demostrar que se trataba de una nave cargada de droga para evitar un conflicto internacional. Sin embargo, extrañamente, Maduro prefirió poner en riesgo la relación diplomática con México, a dejar huella de lo que había dentro de ese aparato.
La reacción de Maduro —no se ajusta a su nombre— es inmadura, además de ser ilógica. La explicación que solicitó la Secretaría de Relaciones Exteriores a la cancillería venezolana se ajusta perfectamente al derecho internacional y a las reglas que rige la convivencia armónica entre las naciones. Sin embargo, el mandatario bolivariano sobrerreaccionó para evitar dar explicaciones, y llevó su reclamo hasta el terreno de la insidia y la mala fe.
Da a entender que la mera solicitud de información significa que el gobierno mexicano se dedica a defender narcotraficantes. Si esto lo traducimos al lenguaje diplomático, estamos hablando no sólo de una grave ofensa a la dignidad de un gobierno, sino de la falta de visión y voluntad para combatir un delito que exige de la cooperación hemisférica.
Más delicado que el incidente mismo es la actitud del hijo político de Hugo Chávez, quien —al preferir el enfrentamiento a la colaboración— deja abierto el espacio para que los cárteles que operan en la región se fortalezcan.
La opacidad con la que se han manejado las autoridades venezolanas obliga a pensar que quienes, realmente, ocultan algo son ellos. Tal vez no sólo se trataba de quemar droga sino de hacer desparecer otro tipo de pruebas que pudieran involucrar a altos funcionarios de ese país.
Si no es así, ¿por qué entonces pasar por alto los códigos que regulan la violación del espacio aéreo y que consideran el uso de la fuerza contra aeronaves civiles como algo excepcional? Antes que destruirla, se pide alavión intruso que aterrice, y en este caso en concreto, el mini jet ya había aterrizado y aun así fue destruido. La pregunta es ¿por qué?
Este caso ha encendido los focos rojos con respecto al riesgo que representan los vuelos privados, por representar una ventana de oportunidad para que el crimen viole todo tipo de controles internacionales.
Razón de más para que el mandatario venezolano, Nicolás Maduro, abandone la demagogia y el protagonismo que, tal vez puedan contribuir a mantener su popularidad en el interior de su país, pero que en términos diplomáticos constituyen un riesgo para la seguridad de la región.
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