La reforma electoral reciente ha ganado consenso muy pronto: es la peor reforma de la historia moderna de México. Toda reforma institucional es, naturalmente, polémica. La larga cadena de cambios legales ha atraído, en distintas proporciones, aplausos y condenas. La anterior, por ejemplo, fue criticada por burocrática y paternalista, pero al mismo tiempo fue elogiada como un adelanto en la equidad. La reforma electoral de hoy solo encuentra defensa en los torpes argumentos de sus redactores. No he encontrado a nadie, ni siquiera en el círculo de aplaudidores habituales, que alabe el cambio en materia electoral.
“¿Sabemos qué reformar y cómo lo vamos a hacer?”, preguntaba Giovanni Sartori en su trabajo sobre ingeniería constitucional. Ésa es la pregunta central en materia de cambio institucional. Un conocimiento de la máquina y su funcionamiento, identificación precisa del problema e ideas para resolverlo. Los reformistas que decidieron aniquilar al IFE no sabían qué querían reformar pero sabían que querían reformar. Les urgía reformar algo. y que pareciera grandote. El contenido, como se ve por el resultado de esta reforma grotesca, era lo de menos. Lo importante para los panistas era presumir que le habían arrancado una reforma política al PRI; lo necesario para los priistas era pagar el costo de una reforma energética-cualquiera que éste fuera. Esa es la lógica inocultable de esta reforma.
Los reformistas han eliminado al Instituto Federal Electoral, una institución que durante dos décadas organizó con éxito las complejísimas votaciones mexicanas. Absorberá sus funciones un órgano al que llaman Instituto Nacional Electoral, una especie de IFE decapitado, borroso, sin linderos precisos. Un mal chiste, dice José Woldenberg, que algo sabe de estas cosas. Se crea un órgano nacional y se preservan-más como sombra que como institución dignamente configurada-los órganos locales. Uno tiene el permiso de hacerlo todo si le da la gana; los otros vivirán amenazados todo el tiempo con la intervención del Centro. Se estableció la reelección legislativa y de presidentes municipales pero se hizo de tal manera que resulta la negación perfecta de su propósito inicial. Una medida que tenía como intención fincar la responsabilidad democrática de legisladores y alcaldes se convierte en otro grillete de los partidos para sujetar a sus cuadros. Una medida que podría flexibilizar la política parlamentaria, provocará lo contrario. Genial: gracias a tendremos los costos de la reelección con todos los vicios de la rigidez partidocrática. Perpetuación de una clase política que seguirá estando resguardada de la ciudadanía. La imaginación de los legisladores para corromper iniciativas valiosas, para adulterar propuestas meritorias es inagotable.
No hay que temer la inserción de cierta indisciplina en los partidos políticos, decía Alonso Lujambio al defender la reelección de los legisladores. Sabía que las cúpulas partidistas perderían cuerdas de control pero entendía que esa flexibilidad era un ingrediente de la vida democrática, e incluso, un estímulo a la sensibilidad de los partidos. Temiendo esa flexibilidad parlamentaria, los reformistas de hoy terminaron anulando el ingrediente de responsabilidad que implicaría la reelección. Lujambio, que sí leyó a Gomez Morin, recordaba que era “peor el bien mal realizado que el mal mismo, porque el bien mal realizado destruye la posibilidad del bien y mata la esperanza, mientras que el mal por lo menos renueva la rebeldía y la acción.” Ése es el desenlace de esta reforma lamentable: destruye una institución que funcionaba bien, funda mal una institución que podría funcionar bien.
No es común encontrar un rechazo tan contundente como el que ha recibido la reciente reforma electoral. Por eso vale tratar de entender las razones de esta coincidencia. La politiquería se ha convertido en motor constituyente. No es ya la arbitrariedad de un Legislador Único, sino el capricho de la negociación sin brújula. Tratar la reforma de una ley como cuota de un chantaje. En el camino queda la erosión institucional, el maltrato a los funcionarios del Estado, el retroceso. Y donde no había problemas, ya los hay. Así, la politiquería legisla con adjetivos, proclama trivialidades, esparce ambigüedad, nulifica principios democráticamente virtuosos. Ya tenemos reforma política, celebran. Ahora vamos por la energética. Mover a México.
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