jueves, 2 de enero de 2014

Rafael Loret de Mola - El pueblo Maya

Pocos pueblos han sufrido y resistido más que los mayas. 

Nunca ofrecieron armisticio a los invasores españoles y, en contraste con la crueldad de éstos, albergaron al náufrago Gonzalo Guerrero quien desistió unirse a las huestes de Cortés, años después, integrado ya al paisaje y al calor de los indígenas cuya sabiduría prosiguió sin armisticio alguno; jamás se doblegaron y hubo de darse, tres siglos después, en 1847, bajo el desastre nacional de Antonio López de Santa Anna, porque buscaron siempre no asfixiarse con el yugo de sus explotadores blancos, quienes colocaban torreones en sus palacetes de Mérida para avizorar si llegaban los rebeldes en reclamo de justicia e igualdad...algo jamás alcanzado en estas tierras tan cuajadas de sangre y de obcecaciones centralistas. 

Pasé en Mérida las fiestas invernales, como dirían los hombres eternos del Mayab, recorriendo la tierra de mis pies aunque sin intención de que fuera ésta la última vez. 





Dicen los brujos que antes de la partida final, los hombres deben andar por aquellos sitios que les fueron entrañables para despedirse y vigilar, desde el plano material, su legado. 

No fue éste mi propósito sino el de un reencuentro con cuanto rodeó mi infancia –aunque proclamo siempre con orgullo que nací en Tampico para empaparme, para siempre, de la tinta periodística que emanó de la sangre paterna-, mis primeros andares, el humo de los ferrocarriles que se desprendían hacia la calle 46 donde vivieron mis abuelos, los olores penetrantes del achiote y la fina pastelería que acaso alcanza su cumbre, cuando menos para mí, con las hojaldras de jamón y queso, las Roscas Brioche que elabora mi hermana Silvia y los pasteles “de fudge” de diversos expendios. 

Casi sólo puedo probarlos, pero con saborear sus esencias me basta. 

Nunca más cierta la nostalgia de López Velarde por “el olor de la panadería”.


Quiero a Yucatán pero me duele, acaso más que el resto de una nación mal gobernada, rebosante de amorales que medran con los dineros ajenos y el patrimonio de todos, hasta el subsuelo y nuestras costas, porque un pueblo, entero, no quiere ver destruir su verdadera idiosincrasia a golpes de trascabos que se llevan las tradiciones para imponer obras que nadie quiere pero generan enormes comisiones. La impudicia, siempre; el clamor popular, por ahora reprimido por el vandalismo oficial, también. 

Recuérdese que en la democracia, insisto una vez más, debe privar la soberanía popular. 

Esto es, los mandatarios, sean gobernadores o el presidente de la República -¡cuántas minúsculas por escribir-, no pueden imponer su voluntad a la ciudadanía sino que es ésta la que debe señalar los derroteros. 

La fórmula es simple pero pocas veces, más bien casi nunca, se cumple. Por ejemplo, en el mal llamado Paseo de Montejo, joya urbana de la ciudad blanca en la que no debiera honrarse a los genocidas que se impusieron a la fuerza sino, por ejemplo, al mestizaje –amalgama feliz que dio paso a la nación mexicana desde los hijos de Gonzalo Guerrero-, la señora Ivonne Ortega Pacheco, nacida en Dzemul en 1972 según su biografía, decidió construir, porque así le dio la gana, un paso a desnivel que no sólo rompe la armonía de la perspectiva sino, además, no tiene continuidad ni arribo libre, limitado por sendos semáforos que interrumpen la circulación. 

Me recuerda al “puente de la corrupción”, erigido entre Coatzacoalcos y Villahermosa en la era echeverriana, que no pasa por ningún cauce de agua ni atraviesa calle alguna, sino que se alza sobre terregales infecundos. Todo sea para disponer hasta de los últimos centavos del presupuesto para afianzar complicidades inconfesables. 

En esa misma época, durante la visita del costarricense José Figueres Ferrer –el padre a quien llamaban “Don Pepe”-, el mandatario anfitrión, echeverría, se vio atrapado por un diálogo rebosante de sarcasmo cuando los dos arribaron a las puertas del complejo Cordemex, una empresa centralista arrebatada a Henequeros de Yucatán –bajo el supuesto de combatir la corrupción de ésta por una inmensamente mayor-, y Figueres deslizó, con voz suave, una tremenda sentencia al tiempo que golpeaba las columnas de piedra, gruesísimas, que señalaban la entrada:

--¡Qué buenas, señor presidente!¡Pero qué buenas!

Orgulloso, el también genocida echeverría respondió:

--Si, presidente Figueres. ¡Se hicieron a conciencia!

--No me refiero a eso. 

¡Qué buenas, sí!¡Pero qué buenas comisiones! Porque en un terreno calizo, como éste, no hace falta alguna levantar tanto cemento. Es un desperdicio.

Y el anfitrión no se atrevió ni a balbucear mientras escondía, detrás de los hombros de sus custodios del Estado Mayor, el rostro enrojecido. 

Algo de vergüenza quedaba. Y luego se fueron a comer a la Posada de los Presidentes, en Maní, donde cuenta la historia que ardieron la mayor parte de los códices mayas por órdenes de Fray Diego de Landa –si bien hay versiones de que éste sólo simuló la quemazón poniendo a buen resguardo los originales, enviándolos a España en donde se guardan en algún convento bajo siete candados-, para degustar la verdadera cochinita pibil, esto es enterrada para darle el sabor de la tierra caliente de los hornos naturales, con la sazón inigualable de Panchita May que, gracias a ello, se ganó el privilegio de convertirse en pequeña empresaria de la gastronomía hasta su muerte tan sentida por mí. 

Memorable.

Hoy van perdiéndose las tradiciones con la arribazón de los foráneos. 

Me temo que muchas familias de la aristocracia criminal –la de los capos renombrados- se han instalado en las nuevas colonias del norte de la urbe y, por ello, cuidan de que no se altere la paz aparente mientras se desangran económicamente las empresas que dieron fama a esta región, que fue muy lejana hasta que se construyeron las carreteras y puentes que hicieron desaparecer las “pangas” sobre los ríos y con ellas el aislamiento geográfico, que era capaz de elaborar lo indispensable pero con su propio sello: Hasta refrescos, galletas y panes de caja, pasando por botanas –únicas, como los “charritos”-, y un sinfín de antojitos a los que ni los diabéticos podemos resistirnos. 

Mientras tanto, quiero creer lo que me han dicho: La ciudadanía vernácula está unida, lo suficiente para no permitir que se le sobaje o agreda con las canalladas habituales de los políticos carcomidos por las ambiciones y por el sectarismo. 

Si Ivonne, la vandálica ex gobernadora, pasó encima del Paseo aristocrático que recuerda, sin exageración, a los Campos Elíseos de París, y es una muestra extendida del Art Noveu que tanto gustaba a Don Porfirio y se ha conservado a pesar de los destructores que se dicen modernizadores, su antecesor, el panista Patricio Patrón Laviada, ordenó colocar una estatua que pervive al final del mismo: La de los Montejo, el “Adelantado” y “El Mozo”, capitán de Hernán Cortés el primero. Sí, la derecha, fiel a sus entrañas, sólo tuvo imaginación para honrar a los que se dicen conquistadores. 

Como fueron a buscar, igual, al enajenado barbado de Miramar para combatir al inmenso Juárez. La historia puso a cada quien en su lugar.

Pero, ¿cómo es posible tal afrenta? Algunos meridanos protestaron; otros no. Los primeros llegaron al grado de incordiar, día a día, a los matadores de indios, con leyendas infamantes... pero la estatua permanece contra la voluntad manifiesta de los yucatecos bien nacidos, es decir de quienes no aceptan injerencias obtusas ni sumisiones vergonzosas: La de cuantos aman la libertad que comienza en el punto exacto en donde se alzan las raíces de la patria, tan grande, que ni estas ofensas la perturban. 

WEB: http://www.rafael-loretdemola.mx
E-Mail: loretdemola.rafael@yahoo.com

Leído en http://www.zocalo.com.mx/seccion/opinion-articulo/el-pueblo-maya-1388647802

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